De la serie ‘New York City Covid-19’, Juan Caballero, 2020

Su nombre es Hank, y en el barrio se le conoce como Hank the Howler, el Aullador, no se sabe si en homenaje a Ginsberg o en detrimento de su célebre poema Howl, donde una generación de escritores y poetas norteamericanos se inclinó a beber de la fuente de la juventud maltratada y desengañada de los años cincuenta.

Es poco probable sin embargo que Hank sepa nada de Ginsberg, Kerouac y Gregory Corso si se atiende a su especialidad: el anuncio a grito pelado y pulmón batiente, noche a noche, desde que el sol se oculta en Nueva York hasta poco antes de la medianoche, de las novedades de un show de premiación que se anuncia en su vozarrón alucinado. Es difícil distinguir a quién se premia y quién lo hace, porque Hank el Aullador no transige en la incoherencia de su discurso y sólo procura que su aullido de lobo solitario se escuche en todos los alrededores de la esquina del Roxy Hotel donde se instala a declamar. Inclaudicable y disciplinado, su monólogo irrumpe en la noche como una letanía ácrata pronunciada a viva voz para desgracia de los residentes del barrio de Tribeca que Hank escogió como escenario único de su aullido.

Por lo demás, y fuera de su horario de trabajo de aullador, Hank es un hombre tranquilo. Desgarbado y distraído, camina de día por las calles del barrio con su bolsita de homeless celosamente cogida de una mano, balanceando el esqueleto con esa parsimonia con que sólo los afroamericanos logran dominar el abandono. No tendrá más de treinta o treinta y cinco años, y las veces que me lo he cruzado no se molesta en saludar. Siempre absorto en sus pensamientos, se le ve ir y venir con aire de mensajero escogido y la convicción de dirigirse a una reunión de suma importancia a realizarse cada día en el mismo sitio y a la misma hora en la esquina de la Sexta Avenida y la calle Church.

Más de cien mil muertos en todo el país y más de dieciséis mil en Nueva York, han borrado las fronteras entre el lujo y la miseria, entre el día y la noche, entre el trabajo y el descanso, entre lo privado y lo público, entre la salud y la mortandad que se acercó a todos destruyendo la ilusión de una vida que podría eventualmente durar para siempre en la publicidad de las compañías de seguro.

Esto ha sido así desde que se anunció, a mediados de mayo, la reapertura progresiva y escalonada de la ciudad. Desde entonces Hank no ha cesado de aullar, sin faltar un solo día a la cita en el Roxy Hotel, donde además funciona una sala de cine, un club de jazz los fines de semana, y un bar con un largo mesón curvo y pisadera sobre la cual reposar el cansancio de la jornada. O más bien funcionaba, ya que la llegada de la pandemia acabó con las luces del Roxy Hotel de manera fulminante, si cabe la paradoja, tal y como se han terminado tantas cosas en la ciudad y el mundo con la peste del coronavirus. Más de cien mil muertos en todo el país y más de dieciséis mil en Nueva York, han borrado las fronteras entre el lujo y la miseria, entre el día y la noche, entre el trabajo y el descanso, entre lo privado y lo público, entre la salud y la mortandad que se acercó a todos destruyendo la ilusión de una vida que podría eventualmente durar para siempre en la publicidad de las compañías de seguro.

Pienso en esto cuando oigo a Hank the Howler aullar palabras incomprensibles cada noche en la esquina donde vivo; pienso en Chile que comienza a padecer el invierno de la pandemia de una manera brutal y en mis amigos en Santiago que cuentan las dificultades que están teniendo para dormir, trabajar, leer al menos una página al día y escribir un solo párrafo medianamente respetable. Pienso en los muertos de los que no he podido despedirme sino a través de ceremonias virtuales, funerales desangelados y tristes en la pantalla sin orillas de la nueva normalidad, o en aquellos no vistos sino a través de las noticias, y me pregunto entonces de quién será mensajero Hank el Aullador, y cuál será el mensaje que trae y que apenas logra transmitir en frases disparatadas e ininteligibles en medio de su aullido.

“El emperador –eso dicen– te ha enviado a ti, un individuo, un lamentable súbdito, una sombra diminuta refugiada ante el sol imperial en la más lejana de las lejanías, precisamente a ti te ha enviado el emperador un mensaje desde su lecho de muerte”, dice el relato “Un mensaje imperial” que Kafka escribiera y publicara hace cien años, en 1919. En el texto, el narrador parece dirigirse al lector que espera por ese mensaje que el emperador le ha enviado a través de un mensajero del reino, “un hombre fuerte, infatigable; extendiendo ora un brazo, ora el otro, se abre paso entre la multitud; si encuentra resistencia, se señala el pecho, donde lleva el signo del sol”.

Por supuesto, como en toda la obra de Kafka, el mensaje no llegará nunca al destinatario, que es el lector, que espera y sueña “cuando cae la tarde”, lo cual es una manera de definir lo que es la literatura y su empeño tanto como su nostalgia e inadecuación con la realidad que la circunda. Lo que la literatura busca decir pero nunca alcanza a decir, como sucede con Hank el Aullador en la esquina del Roxy Hotel, lo cual no desmerece la parte de verdad del mensaje ni el afán del mensajero por entregarla a quien espera por él. Qué dice ese mensaje nunca lo sabremos en rigor. En el relato de Kafka, escrito tras la caída y disolución del Imperio austrohúngaro en muchas nacionalidades enfrentadas entre sí, sólo nos es dado saber que se trata de “el mensaje de un muerto”, que es donde se cierra la narración.

Acaso por este mismo motivo algunos vecinos del barrio se han quejado ante la policía del performance de Hank el Aullador. Su mensaje incomprensible y magnético a la vez tiene los caracteres de la muerte. La reacción de los vecinos se entiende entonces como una negación. Es evidente que algunos creen a pie firme en la prolongación de la vida a través de un milagro de las máquinas de la medicina moderna, y desechan cualquier diálogo con la muerte como algo obsceno, un evento inhumano que debe ser cubierto en una bolsa negra y llevado lejos, apartado de la vista de los demás. Consideran inapropiada y extenuante la puntual letanía del Aullador en horas oscuras para la ciudad y de pánico viral para sus habitantes. La policía, por su parte, ha dicho que a Hank, como a cualquier ciudadadano del Reino, le asiste el free speech, el derecho de la libre expresión. Nada pueden hacer contra él mientras no violente a los demás.

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He seguido con atención el aullido de Hank cada noche, buscando descifrar lo que sin duda él nunca podrá dar a entender de forma natural. Su palabra es torrencial en una lengua hosca y exasperada, apenas humana. Pero son sus gestos hieráticos y el vozarrón a todo pulmón los que más impresionan de su actuación. La última vez que lo divisé estaba con su bolsa de plástico parado al frente de la estación de policía de Tribeca, discutiendo con un funcionario de turno. Y luego nada, ni una sola nota de aullido en la voz del Aullador. Esto fue hace sólo dos o tres noches, los últimos días de mayo, coincidiendo con la noticia de un hombre afroamericano ahogado rodilla en el cuello contra el cemento por un policía en la ciudad de Minneapolis. Desde ese día no he vuelto a saber de Hank the Howler, y no creo que vuelva por estos lados. Quizá ese fuera el mensaje que traía de parte del Emperador. El mensaje a grito pelado de un muerto, lejos y a la vez tan cerca del Roxy Hotel.

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ROBERTO BRODSKY
Roberto Brodsky (Santiago de Chile, 1957). Escritor, profesor universitario, guionista y autor de artículos de opinión y crítica. Entre sus novelas se cuentan El peor de los héroes (1999), El arte de callar (2004), Bosque quemado (2008), Veneno (2012), Casa chilena (2015) y Últimos días (Rialta Ediciones, 2017). Residió durante más de una década en Washington como profesor adjunto de la Universidad de Georgetown. Ha vivido por largos períodos en Buenos Aires, Caracas, Barcelona y Washington DC. A mediados de 2019 se trasladó a vivir a Nueva York.

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