Todo intento de definición del estilo de una época conlleva una parte de equivocación, voluntaria o no. La necesidad de dar un sentido más exacto a la actividad de su tiempo o de trazar una imagen más hermosa del mismo, conduce a exagerar determinados aspectos y a menospreciar otros. Ahora bien, en general, y más particularmente en el arte de hoy, la confusión es la que impera. De la visita de un salón parisino se desprende con frecuencia una impresión de anarquía, en tanto que un abordaje didáctico pone en evidencia los conflictos del arte actual. Es esta la razón que nos ha llevado a mis compañeros y a mí, a petición de Carlos Franqui, a compartir la responsabilidad de presentar el Salón de Mayo al público cubano. De esta manera, cada tendencia estética tendrá la mejor introducción posible.

No obstante, mi tarea no se ve facilitada por ello, ya que mi objetividad, o mi eclecticismo, me han valido el peligroso honor de atraer la atención sobre, no un grupo o un movimiento, sino una generación, la mía, aquella que cuenta hoy cuarenta años. Es cierto que otros toman a su cargo a aquellos de esta generación que pertenecen más particularmente al surrealismo o al movimiento geométrico y cinético. Cierto, se puede considerar que esta generación se encuentra participando del gran auge de la abstracción lírica. Pero la diversidad de las afirmaciones originales no es por ello menos enorme, y querer hacer entrar por la fuerza en una categoría determinada a pintores tan distintos como Sugai y Messagier, por ejemplo, o como Maryan y Duvillier, sería falsear la imagen del arte que se hace actualmente en París.

Este estado de cosas se debe al hecho de que, en el seno de esta generación, la mayoría de cuyos representantes ha comenzado a afirmarse y darse a conocer a raíz de la liberación de Francia, y más especialmente en los años 1946-1950, una decantación severa se ha operado ya, no dejando subsistir, de la ola impetuosa que se lanza al asalto de las galerías, de los amateurs y de los museos, más que a los artistas más dotados y a los más originales. Lo que torna mi tarea difícil es que estos artistas poseen todos una personalidad auténtica que se manifiesta de la forma más directa y más evidente a través de sus estilos y sus obras. Pues el artista es el estilo, es una cosa única, un medio extraordinario de expresarse personalmente y de comunicar su visión del mundo a sus contemporáneos. Si estos artistas presentaran entre ellos varios puntos en común, yo podría agruparlos y enumerarlos en serie. Pero cada uno de ellos difiere a tal punto de cada uno de los otros que su obra exigiría una explicación especial. Como no puedo hacerlo aquí, me limitaré a citar unos cuantos ejemplos susceptibles de ilustrar esta diversidad infinita.

El despliegue de tendencias se extiende desde la abstracción total, intransigente, dramática, sugestiva, toda en negro y blanco, de Marfaing, hasta la figuración precisa, descriptiva, pero transpuesta y poética, de Cremonini. Entre estos dos polos, la gama de las posibilidades se presenta ilimitada. Aquellos que pretendieron enterrar el arte abstracto y lo declararon muerto, se han visto obligados para ello a reducirlo a un movimiento único, a encerrarlo dentro de los límites de un lenguaje formal, preciso y codificado. Ahora bien, nada de esto es cierto; el Salón de Mayo nos lo demuestra, y es evidente que las posibilidades de una pintura libre, lírica, están lejos de agotarse, puesto que cada vez que aparece un artista joven que tiene algo personal que decir, encuentra formas nuevas para hacerlo.

Así, entre todos aquellos que se vinculan a lo que nosotros llamamos “el paisajismo abstracto”, ¿cómo comparar las ágiles representaciones de Messagier, las armonías de Doucet, la impetuosidad de Miháilovich, el gesto amplio de Debré, las formas proliferantes de Andersen, la escritura alusiva de Bitran, los juegos de formas contrastantes de Busse, la profundidad misteriosa de Nallard, el tornasol coloreado de Tabuchi, la delicadeza alusiva de Moisset, las materias realistas de Tapies, la fuerte poesía cromática de Corneille, las construcciones luminosas de Peverelli, las composiciones de masas y de materias de Rebeyrolle? Su único punto en común consiste en un amor por la naturaleza, por el mundo visible de cuya poesía ellos quieren hacernos participar, ampliándola a través del prisma de su personalidad.

De hecho, aquellos que pretendan hacernos descubrir su universo interior son cada vez más escasos y apelan para ello al valor sugestivo del gesto, como el caso de Joan Mitchell, de Duvillier, de Degottex; como fue el caso de Riopelle, hoy en busca de formas más directamente inspiradas en la realidad. Lo mismo sucede con Gillet, quien hace surgir figuras de una especie de claroscuro; con Saura, cuyo gesto expresivo se transforma en rostros; con Duffour, con Alan Davie.

Otros en cambio han permanecido siempre fieles a la apariencia del ser humano, pero esta última no es por ello más evidente a los ojos del gran público, pues el dibujo, deformado y personal, usa las formas para cargarlas de emoción: son Appel, lírico a ultranza; Lindstrom, el expresionista; Alechinsky, el poeta; y Maryan con sus encantamientos. Si bien estos últimos artistas pueden ser agrupados por su utilización de la figura, hay que considerar que esta última no constituye nunca para ellos un fin, como una escritura, /metamorfo-/ que toda preocupación de semejanza les resulta ajena; el rostro y el cuerpo humanos constituyen un medio para expresar una realidad más profunda, una verdad humana, y quizá un medio para brindarnos una imagen de nuestro destino.

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