Ganar el día. Desde por la mañana esa frase en la cabeza y el calor. O desde anoche, en la duermevela de nuestro autobús trasmanchego, unos de esos autocares que desde fuera se ven todo confortables y una vez dentro se revelan como lo que son, una lata de sardinas con buena pinta exterior. Ganar el día sin forzar nada, sin sacar de su cauce –sin sacar de madre, que es como se diría en las tierras de donde provienen los padres de Susana y por donde habrá corrido Susana de niña– nada que no se mueva de su sitio por sí mismo, nada que no responda a la inercia de un cuerpo, por ejemplo, que sigue moviéndose solo aun separados la cabeza y el tronco, podría decirse también y creo que de hecho así mismo lo había dicho Susana hace tiempo, pero esa es otra historia (que a su vez tiene que ver con otras) y no viene aquí a cuento. Digamos mejor que nada que por sí mismo no se impulse o se mueva, mucho mejor sin inercias. El río que atravesaba aquellas tierras de los padres de Susana y de Susana niña (y que yo tampoco conozco) tiene un nombre al que podría sin duda llamársele poético o llamársele metafórico o alguna cosa por el estilo, y que si la memoria de mis lecturas adolescentes no me falla se teñía a menudo con la sangre de las vacas marinas en los tiempos tan remotos y del todo ajenos de la Conquista, si valen esas mayúsculas para algo que en Cuba habrá durado a lo sumo par de lustros. Cuyaguateje, se llama el río. Ganar el día: el caso es que habíamos llegado a Lisboa después de viajar toda la noche (la idea de un autobús había sido de alguien del grupo de teatro, de alguien al fin y al cabo tan ajeno a los tres escritores invitados como los remotos manatíes que teñían de sangre el Cuyaguateje de entonces, si la memoria no me falla y es cierta esa historia), después de atravesar toda la noche la meseta castellana en un autobús incomodísimo que habíamos tomado en Madrid –¡la última vez!, prometimos todos, ya confabulados contra los teatristas, que contra todo pronóstico seguían defendiendo su idea– y que para colmo paraba a cada rato o cada lo que serían dos o tres horas pero que para los que intentábamos dormir parecía mucho menos, unas paradas inopinadas en gasolineras y en cafetuchos desangelados de la carretera española (una vez ya en Portugal, en cambio, ya atrás la frontera, no paró hasta Lisboa, o puede que haya conseguido dormirme del todo por fin). Susana, creo, era la que había estado más despierta o la que había tomado con mejor humor, quizá, todas aquellas interrupciones, incluida la última, una de la guardia civil en busca de indocumentados, no creo que a nadie se le ocurra traficar con otra cosa entre Badajoz y el Algarve. Era ella la que había puesto mejor cara a todo, y se me ocurre que puede que por eso buscara luego su compañía ya en Lisboa; aunque lo cierto es que Susana, por descontado, tenía un humor envidiable, puesto a prueba en varias ocasiones (o eso supongo: quizá para su ánimo ni siquiera lo fueron) cuando estudiábamos juntos en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, allá por los años noventa del siglo XX, un siglo ya cerrado y pasado y unos años que en La Habana de entonces ponían a prueba el humor de cualquiera, y también su dignidad y su valor.

En cualquier caso, Susana era la más animada del grupo e incluso la escuchamos, o la escuché yo (mi asiento quedaba justo detrás del suyo), hablar un buen rato en uno de los pocos momentos de sueño más o menos colectivo que nos concedía el conductor, hablar y reírse, sobre todo, con su chico que llamaba desde Holanda, un chico de nombre Pascual a quien no conocía entonces y que sigo sin conocer (ni creo tampoco que nos veamos, eso está en manos de Susana más que en las mías o la suya, y si la conozco un poco no creo que le haga ilusión), pero me refiero a que en el autobús mi desconocimiento era absoluto y ahora, en cambio, aunque nunca lo haya visto creo saber algo de él, o de ellos dos.

Ganar el día, no sé quién lo dijo, puede que la misma Susana, pero el caso es que llegamos a Lisboa todavía de noche y la frase se nos había vuelto ya un mantra, lo menos a ella y a mí. En un rato debía amanecer, teníamos por delante todo un día que ganar o un día que no queríamos perdido y había que ubicarse, lo que quería decir encontrar el hotel, encontrar lo menos un sitio abierto donde tomar un café, quizá preparar al aire de cada quien, café en mano, esas charlas o palabras o cháchara, según como se mire, que son lo usual en congresos como el nuestro, una sesión que empezaría, a pesar de que fuera para nosotros noche aún y noche en blanco, en unas cuatro o cinco horas, a las diez había ya un desayuno con presentación y no sé qué más, o eso prometía el programa. Deambulamos un rato con el poco equipaje que traíamos, tres días tampoco daban para mucho y salvo una chica del grupo de teatro los demás no conocíamos Lisboa, así que pretendíamos aprovechar tiempo para eso, cada cual a su modo había hecho planes, aunque lo cierto es que ya estábamos aquí y era de noche y ninguno sabía qué hacer. Lisboa era un laberinto donde cualquiera podía perderse y no sabíamos cómo perdernos, ni si había una manera buena y otra mala (habría también la regular, la resignada medianía) de perderse en su hilo nocturno, todavía para nosotros noche aunque cabría mejor decir matutino. Hacía calor. Encontramos una panadería abierta y nos instalamos en la única mesa que había en el local. Alguien comentó que a los brasileños se los entendía pero que con los portugueses no había manera, creo que todo el mundo estuvo más o menos de acuerdo, a pesar de que la chica de la panadería se esforzaba, a estas horas no habría clientes voraces (o sí, quizá todo el que llegue en el bus de las seis y esté llena siempre a esta hora, nuestra pequeña aventura puede que fuera tópica y para ella rutina). Luego los de teatro se marcharon al hotel y me quedé un rato más con Susana y con el viejo Crombet, a quien los dos tratábamos con deferencia y algo de respeto, por mucho que él intentara acortar distancias y sonsacarnos qué pensábamos decir. El congreso no llegaba a ser homenaje, pero en buena medida se había organizado en su honor, o por él, y nosotros dos previsiblemente íbamos a hablar de su obra, así que querría tener pistas o algún adelanto, quizá ganar terreno con Susana, que en cambio pasaba sin disimulo de él (y un poco de mí también), concentrada que estaba en su cuadernito verde y en el móvil, no sé a quién podría pasarle tantos mensajitos a esa hora. Supuse que a su chico, a Pascual. Recuerdo que hablamos banalidades. De bolígrafos, ella usaba unos japoneses, de Muji, que nos dio a probar y que escribían riquísimo, mucho mejor sobre las páginas de su cuaderno también Muji que en el mío –en el suyo se deslizaban mejor, más que deslizarse fluían– pero en cualquier caso muy bien, y recuerdo que Crombet en algún momento se sintió medio mal y se atiborró de pastillas (ni ella ni yo sabíamos que estaba ya enfermo) y que luego se fue haciendo de día poco a poco, desde donde estábamos se veía el sol sobre el tejado de las casas, menos reverberación que impregnación, ya incluso desde esa hora: luz que se absorbe, el barro que chupa luz. Y calor: yo por lo menos sudaba. Luego alguien del congreso llamó a Crombet al móvil y salimos los tres para el hotel, al parecer nos esperaban, al desayuno de presentación lo antecedía –así dijo Crombet con sorna– una presentación previa de la que nuestro café matutino lo era a su vez, víspera todo de todo en Lisboa.

La presentación previa y la presentación oficial y el desayuno, y en general el día, pasaron rápido. No es que fluyeran, como aquellos bolígrafos de Susana, más bien nada demoraba y una cosa sucedía a la otra con una presteza extraña. Ahora que lo pienso, rapidísimo. Susana, como era de esperarse, habló de Crombet, pero lo hizo con una elegancia y con una suerte de distancia que a mí (creo que a él también) me pareció que tenía tanto de lucidez como de tacto, y me refiero sobre todo, aunque no únicamente, al hecho de que las palabras de Susana sorteaban con éxito los escollos del panegírico y la tentación del homenaje, una tentación que en cambio los portugueses abrazaron sin reservas, más bien se diría que se entregaron a ella del todo, que se colgaron arracimados a ella con el consiguiente resabio del homenajeado que no quería ver, por supuesto, homenaje por ningún sitio: huelen a muerto, había dicho. Huelen a flor de velorio, a coronas de flores con la tinta corrida. Pero lo de Susana, en cambio, había sido fresco y lúcido –su tinta fluida– y un punto jovial o cordial, como si mantuviera en lo que leyó en público el diálogo que en privado le escamoteaba a Crombet, porque algo de flirteo con su obra y también con él había en lo que le escuchamos decir. El viejo Crombet sospecho que escucharía con arrobo y un punto de esperanza, se habrá dicho que algún chance habría para lo que seguro llamaba sus últimos cartuchos, no sé. Almorzamos todos juntos sobre las cuatro de la tarde, en una mesa larguísima puesta para la ocasión en el patio del hotel y bajo calores que no recordábamos, convinimos en eso Crombet y Susana y yo, por lo menos desde algún agosto remoto en La Habana. Crombet dijo que no recordaba esos calores desde el año 88. Yo no recordaba el verano del 88, pero Crombet no estaba ya en Cuba en el 93 ni en el 94, los dos peores veranos que recuerdo, y Susana al parecer no tenía queja contra el calor, dijo que lo echaba de menos en Dordrecht (donde vivía ahora) y que los que le habían parecido interminables habían sido los inviernos de Cracovia, la nieve permanente de los inviernos de Cracovia, que fue donde vivió Susana cuando salió de Cuba, unos dos o tres años antes que yo. Pero Susana, para variar, compartió la conversación con el móvil, tecleaba rapidísimo (yo nunca he podido) mensajes supongo que bastante largos moviendo el pulgar con una destreza envidiable. Bromeamos con eso, que si solía escribir también con el pulgar, algo así, y Crombet contó una historia bastante rocambolesca sobre una mecanógrafa de la Unión de Escritores que escribía, aseguró, sólo con los pulgares y el meñique en esas máquinas de escribir alemanas que había entonces y que ni Susana ni yo, como es natural, llegamos a conocer o a ver lo menos en uso. La historia se perdía en varias digresiones y en una de ellas la mecanógrafa tenía un affaire o un rifirrafe o un encuentro erótico con Crombet, un encuentro más bien desangelado y algo violento pero intenso –puede que Crombet cargara las tintas– en un piso caótico de Centro Habana que estaba a punto de derrumbarse y que en efecto terminaba por derrumbarse en parte en su relato, pero a esas alturas del cuento tenía mucho más interesados a los portugueses de al lado que a Susana y a mí, que estábamos los dos en el lado del sol y los dos con ganas de sombra. Así que a los postres medio que nos escabullimos de la mesa y nos fuimos a tomar un trago, de pie pero por fin a la sombra, en una esquina del patio que tenía buganvilias. A Susana, me fijé, parecía pasarle algo, no algo que tuviera que ver con la conversación ni el ahora sino algún malestar suyo en sordina, pensé, pero no le di entonces mayor importancia. Hablamos del año 93 y del año 94, dos años nefastos para cualquiera que los hubiera vivido allá, hablamos de las buganvilias, que por supuesto nos recordaron La Habana o nos obligaron a mencionar La Habana de nuevo y que nos gustaban a los dos, y hablamos de Serraud (yo pensaba hablar de Serraud y no de Crombet, o lo que es lo mismo, hablar de Crombet mediante Serraud, porque a fin de cuentas no era difícil encontrar paralelos en la obra de ambos, algo que no le hubiera desagradado a Serraud, dije, y que a nuestro compañero de viaje seguramente le iba a interesar: Crombet es de esos escritores que no hacen escuela ni grupo y cualquier asociación con un autor que a él le gustara iba a interesarle, como en efecto pasó). Así podía evitar también yo, había pensado, el homenaje directo; a ella le pareció buena idea, y recuerdo que se sorprendió un poco, no creo que fingiera, cuando le mencioné algo que me parecía obvio, cuánto de tacto o de delicadeza hacia Crombet, de cómoda naturalidad, había habido en sus palabras. Cuánto de todo eso había recorrido o atravesado sus palabras, fue lo que dije. ¿En serio?, preguntó y parecía preguntarlo ella también en serio, casi ruborizada Susana. Después nos presentaron a alguien más, luego tomamos otra copa y fue después de otra copa, la tercera, que ella propuso caminar un rato por la ciudad, despejarse, vendría bien; la cuestión era cómo desaparecer sin desairar a los organizadores y claro, cómo traernos con nosotros a Crombet, que en esos momentos estaba rodeado por un corro de estudiantes y de profesores deseosos, todos, de escuchar en vivo las palabras del autor, la voz del autor cuyos textos estudiaban en clase, una ansiedad descocada por el autor, en fin, que nunca he entendido pero es así que suele pasar casi siempre: se escucha y se observa más de lo que se lee, muchas veces, o lo menos se hace como si fuera un crimen perdérselo cuando, en cambio, la mayoría estaría dispuesto a posponer cien veces la lectura de cualquier cosa que no fuese el email. Estarían también ellos ganando el día, recuerdo que pensé, y pensé también que ni siquiera la mitad habría venido para escucharse entre ellos o escucharnos a Susana o a mí, sino sólo por esa curiosidad o avidez, la ansiedad del autor a ras de tierra, del autor en carne y hueso aunque fueran, como en el caso de Crombet, hueso y carne que se iban desvaneciendo poco a poco, despidiéndose, mucho más perecedera la hora que cualquier párrafo suyo. Y fue de todo eso en parte que hablé luego, ya por la noche y siempre a través de Serraud: hablé de lo perecedero y de lo que en cambio permanece en los textos y de lo que justifica, si algo lo hace, los textos, una alocución en la que los portugueses se perdían un poco o bastante (a Serraud no tienen ya la oportunidad de escucharla ni de conocerla o invitarla a Lisboa, y quizá por eso no la hayan leído), pero que Crombet en cambio siguió todo el tiempo interesado y mirándome fijo, como si estuviera hablando con él o exclusivamente para él, algo que en buena parte era cierto pero con una salvedad importante, que es que a estas alturas lo hacía también o quizá sobre todo para Susana, que me seguía también atenta, aunque con una mirada distinta, cruzando y descruzando a cada rato las piernas a dos asientos de Crombet, cuya atención, bien mirado, podría tener mucha de la que se concede a un rival, la atención que se presta a quien compite por el afecto o los favores de una mujer que nos gusta y que es también, por eso, una atención vicaria o prestada. Supongo que todo eso da lo mismo. Lo que cuenta, en cualquier caso, es que hablé sobre Serraud, a sabiendas los tres que estaba hablando sobre él y sabiendas, ya para entonces, yo por lo menos consciente de por dónde iba lo que estaba pasando, que hablaba también o sobre todo para Susana casi tanto como sobre él. Y fue sobre lo perecedero y lo que no casi todo lo que dije, sobre el sentido o el peso de una obra, o lo que podría llamarse su mérito: habíamos estado hablando de todo eso Susana y yo por la tarde, subiendo y bajando todas esas cuestas imposibles de Lisboa y a veces detenidos frente a un café en alguna terraza, y en cierto sentido seguía o continuaba en mi discurso aquella conversación nuestra, ahora que hablaba. ¿Cuál es el mayor mérito de la obra de Serraud?, me preguntaba en voz alta para contestarme yo mismo: el sentido de la inmediatez, el sentido del ridículo, el sentido de la fugacidad de la vida y el sentido de la belleza, el conocimiento profundo de la condición de las palabras, en fin, que revela toda la obra de Serraud, algo así dije. ¿Tiene sentido hacerse una pregunta como esa? No. No tiene ninguno. No tiene ni pies ni cabeza. El mayor mérito de la obra de Serraud es la propia obra de Serraud. El mérito y la flaqueza o la miseria mayor de cualquier obra, de cualquier cosa que haya podido no existir y en cambio existe y se sustenta a sí propio, es ella misma, y eso lo habría dicho con razón la propia Serraud (no recuerdo si lo dijo alguna vez, o no recuerdo si lo hizo con esas palabras, pero la idea de fondo que anima toda su escritura bien podría ser esa): si no nos andamos con muchas vueltas, si no ponemos reparos excesivos donde no tendría por qué haberlos –quiero decir, en el sentido último de lo que se dice– bien podríamos imaginar que si alguien se hubiera atrevido a preguntárselo (y por alguna razón, supongo, habrá dejado Serraud de conceder entrevistas a una edad en que la mayoría de los autores intentan promoverse a sí mismos) su respuesta hubiera sido esa, o una respuesta muy similar a esa. Tampoco sé si alguien se lo preguntó. Pero sí creo saber que su argumento, lo menos en su fondo, lo menos en última instancia, hubiera andado por ahí.

Luego Susana me comentó que lo de las entrevistas había sido una metida de pata rotunda: Crombet, últimamente, concedía entrevistas a diestra y siniestra para los sitios más peregrinos, páginas de internet y suplementos locales de periódicos de provincia, hasta alguna revista de moda había caído, creo que mencionó Marie Claire pero puede que alguna otra también. Salvo aquel detalle –un dedo en el ventilador, la soga en casa del ahorcado– todo había ido como la seda, también para los portugueses que aunque entendieran poco sí percibieron en cambio que Crombet estaba complacido o a gusto con lo que se decía y se atuvieron a eso, y Susana y yo estuvimos de nuevo tomando gin tonics en el rincón de las buganvilias, los primeros junto al bar portátil en cuanto acabó la sesión, una sesión para ellos a todas luces fructífera y que había cerrado una chica italiana bastante joven, una chica de mirada dócil y con un doctorado reciente sobre Crombet y que, todo hacía suponerlo cuando los perdimos de vista, pero eso fue más tarde, ahondaría esa noche en quien sabe qué veneros de su objeto de estudio, se abriría del todo ávida a él (Susana bromeó con eso: voy a terminar hasta yo con celos, dijo). El calor, de noche, parecía más sofocante. Los dos estábamos cansados pero, hasta ese punto, creo que los dos divertidos. No sé exactamente cuándo fue que empecé a notar que Susana consultaba el móvil mucho más de lo normal, que lo sacaba del bolso y lo sostenía en la mano, o que lo miraba aunque no hubiera sonado, a veces dos o tres veces seguidas, como si hubiera olvidado que lo había hecho hacía cinco minutos. A eso de las doce Crombet desapareció con la italiana recién doctorada y los portugueses se fueron dispersando, así que nos quedamos un rato todavía pero ya en la mesa del medio, una mesa inmensa que tenía algo de melancólico ahora vacía, que parecía teñirnos a nosotros también de esa melancolía en el mantel manchado en algunos sitios de vino y con algo que Susana dijo que parecía húmedo, como si ante el calor los portugueses hubieran montado la mesa con un mantel mojado o con un mantel que recogiera, absorbiéndola, toda la humedad de la noche.

Y luego, sí, lo que tenía que pasar: la historia se nos complica, se hace previsible hasta cierto punto y también más sencilla, pero todo eso ya lo ha contado ella en otro sitio, en la carta famosa sobre la que aquí no hay mucho que decir ni mucho menos se puede.

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