William Blake, ‘Jerusalem, Plate 6…’, circa 1820

Me parece una tarea descomunal esbozar una reflexión acerca de la ética de la poesía y de los poetas en nuestro tiempo, porque cada uno de los puntos del problema por separado (entiéndase la ética, la poesía, los poetas y nuestro tiempo) soportarían uno o más ensayos de doscientas cuartillas para desbrozar una abundante maleza teórico-filosófica, histórico-política e ideoestética que proviene de la Antigüedad y ha fustigado algunas de las cabezas más brillantes del pensamiento universal. Y, en el fondo, tal vez apenas conseguiríamos enunciar el fenómeno y seguir acumulando cábalas acerca de la moral, la virtud, el deber, la felicidad y el buen vivir, y sobre cómo operan esos entes subjetivos que son los poetas y esa entelequia “objetiva” que es la poesía en el caos tecnocrático y globalizado que pudiéramos llamar nuestro tiempo.

Igual me encantan los desafíos. Y el fracaso. Por eso voy a dejarme arrastrar por el entusiasmo y a bosquejar un acercamiento al tema que considero fallido de antemano, pero que me provoca con vértigo similar al que genera el abismo, esa sensación de caída interminable y de presunta liberación una vez que se supere el miedo a la catástrofe.

Para empezar, deberíamos arriesgar una definición de ética. Fácil: una ciencia normativa que estudia la conducta social y que interactúa con la antropología, el derecho, la sociología y la psicología, entre otras, en su afán de diseccionar el comportamiento humano, ya sea bajo los dictados de una deidad, de la naturaleza o de la razón. Y, desde luego, bajo los postulados de un poder (religioso, político, ideológico, militar, económico) que a la postre decide las tendencias dominantes y provoca, además, la existencia de las disidentes que terminan, casi a modo de regularidad, por tender un puente hacia el futuro y proponer una visión del mundo que, a su vez, será retórica oficial y derrocable, y así hasta el infinito en la espiral dialéctica.

Ahora bien: ¿cuál de todas esas éticas es la Ética? ¿Existe en realidad una Ética? ¿O debemos refrendar a Alain Badiou cuando afirma que no hay una ética general sino sólo una ética de procesos en los que se tratan los posibles de una situación, para terminar diciendo: “La ética no existe. Sólo hay la ética de (de la política, del amor, de la ciencia, del arte).” Pero tampoco. Porque cómo podemos aislar en un solo concepto la política, o la ideología, o el amor, o la ciencia o el arte. O la poesía, el asunto que nos concierne. No obstante, voy a intentar un rápido paseo por las interrelaciones entre ética, poesía, poetas y época histórica, dando por sentado que los “errores” del pasado no han sido resueltos en el presente y todavía pueden arrojar mucha luz sobre la actividad civil del poeta-individuo y de la poesía-herramienta en la sociedad.

Ya desde la antigua Grecia, Platón, uno de los primeros en ocuparse de la(s) ética(s), asumiendo la máscara de su maestro Sócrates, le había comentado a Adimanto en La República que la única poesía atendible era aquella encaminada a enseñar la virtud para, más adelante, aleccionar a Glaucón sobre las escasas probidades de los poetas y sus enseñanzas. Hoy se sabe que Platón criticaba a Eurípides y su osadía de quebrantar las viejas normas del teatro ateniense y exponer a sus conciudadanos las atrocidades cometidas por el gobierno de Atenas en la isla de Melos. O sea, Eurípides había intentado mostrar a los hombres tal y como eran, con realidades tan fuertes, tan duras y tan bajas que hacían insostenible el ambiente ideal de las piezas de Esquilo y de Sófocles. Platón, dramaturgo en ciernes que dejó el teatro seducido por la filosofía y que usó el diálogo quizá no sólo como vehículo indicado para la mayéutica socrática sino sencillamente porque lo añoraba, recomienda proscribir a los poetas de la República, puesto que sus imitaciones de la vida no eran la verdad, en tanto los imitadores no pueden tener un conocimiento profundo de las cosas que imitan y su arte imitativo deja de ser algo serio para trocarse en algo infantil. Pero, sobre todo, porque los poetas no entendían la tenue línea divisoria entre intelecto, voluntad y emoción y preferían servir a sus pequeñas verdades individuales que al ideal de justicia que Platón anteponía a los demás principios y usaba como eje de su compleja teoría del estado. Para llegar ahí, Platón, que resultó ser un crítico literario muy hábil, no apuntó directamente a Eurípides, sino arrancó emplazando a Homero y a Hesíodo para acomodar el contexto y hacer que sus ataques al autor de Las troyanas (obra que debe haber molestado bastante a Platón y revuelto su ideal de gobierno) pasaran como un llamado a no pervertir la educación de los mejores ciudadanos, aquellos que habrían de poner en práctica (y esto le da la razón a Badiou y nos muestra que las éticas son procesos prácticos, pragmáticos, al servicio de) su concepción de república.

Esa maldición, supongo, ha acompañado a los poetas a partir de entonces. No los perdonó del todo Aristóteles, quien certificó en el capítulo VIII de su Ética a Nicómaco lo aseverado por Platón cuando dijo: “Nadie a Dios le atribuye negocios ni ocupaciones, sino los necios de los poetas gentiles, que las cosas de Dios las pintaban al modo de los hombres, por lo cual son reprendidos de Platón en los libros de República, como hombres que las flaquezas de los hombres las quisieron autorizar con el nombre de Dios, con grande injuria de la divinidad. Y así también aquí el filósofo se burla de semejantes necedades.” Claro, el súper objetivo del Estagirita era la felicidad, y los poetas suelen trabajar con las miserias humanas, con el envés de la dicha y no se avienen a la plenitud de la contemplación sino a las preguntas incómodas que traslucen las fisuras del medio, las costumbres, los regímenes.

Y se hizo común que el poeta dejara de ser cada vez más un instrumento al servicio del poder y de sus éticas, incluso cuando lo hiciera de buena fe, creyendo expresar auténticamente sus puntos de vista (Virgilio, Ronsard, Milton, Maiakovski, Miguel Hernández, Benn, Pound, Brecht), y se convirtiera en un elemento disociador y provocativo capaz de prender la antorcha de la insurrección y pasarla a las próximas edades, máxime cuando el ego sustituyó al ethos o al menos se convirtió en un alto componente dentro de él (Catulo, Villon, Aretino, Quevedo, Blake, Baudelaire, Rimbaud, Kavafis y tantos otros). Y así se impuso la única ética de la poesía: la ética de la subversión. Porque la alta poesía siempre subvierte sus propias normas (conceptos, estilos, lenguaje) y las normas sociales, políticas e ideológicas al uso. Un auténtico poeta termina por no creer en la(s) ética(s) de su iglesia (Dante colocó a la propia ética por encima de la metafísica en el Convivio, le concedió el poder terrenal al emperador y abogó por el libre albedrío en De Monarchia, con lo cual les plantaba cara a Aristóteles y a Tomás de Aquino, pilares de la cristiandad; Donne y Sponde saltaron del catolicismo al protestantismo y viceversa sin demasiada convicción en uno o en el otro), de su ejército (Arquíloco, Apollinaire, Ungaretti), de su partido (Hugo, Seifert, Bei Dao), de su gobierno (Mandelstam, Hikmet), de su escuela literaria (Char, Michaux) o de su sociedad (Pushkin, Masters, Piñera, Brodsky, Bukowski). Termina por creer sólo en la ética de la poesía, es decir, en la ética de la subversión: en enseñar su esencia disidente e inconforme y arremeter contra los prejuicios de clase, de fe, de ideología en aras de una siempre cuestionada y casi imposible libertad de expresión.

Porque la deontología nunca ha dejado de existir. Antes y después de Kant. ¿O acaso no son coercitivos los planteamientos éticos de Spinoza o de Jeremy Bentham, como los fueron los de San Agustín y Santo Tomás? ¿Acaso no van contra los poetas las rígidas leyes del cosmos o el utilitarismo lo mismo que la creación divina sin cortapisas en la cual todo es bueno y obedece a un fin? ¿O no quiere un filósofo contemporáneo como Alasdair MacIntyre recoger los frutos del pensamiento premoderno y volver a la carga predicando una ética de la virtud que se ocupe del telos de la práctica social y de la vida humana? En fin, que al parecer la filosofía no aprecia mucho a la poesía. Tal vez porque ambas hacen casi lo mismo y la poesía aparenta ser un lenguaje más amable. Esa pudiera ser la causa de que algunos filósofos muy cercanos a la crítica literaria (o quién sabe si algunos críticos literarios muy cercanos a la filosofía), siguiendo los artilugios de Platón contra Eurípides, la hayan emprendido con el lenguaje y, dicho sea de paso, con la ética.

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Ya lo hacía el primer Wittgenstein en su Tratado de lógica filosófica al plantear que las paradojas y confusiones de tipo lógico crean la incertidumbre. Y proponía evitarlas por diversos medios, verbigracia, el empleo del meta-discurso (lo que hace él en el Tratado…, y muchísimos poetas en sus libros) y, en el caso de no poder expresarse con claridad, callando (este parece un ejercicio demasiado fuerte para ir más allá de la enunciación). Para Wittgenstein, desde luego, sólo las proposiciones que representan hechos –las proposiciones de ciencia– eran cognitivamente significativas; las declaraciones éticas y metafísicas no constituían afirmaciones relevantes. Sendero por el que Carnap arribó a la conclusión de que la filosofía tiene como meta la aclaración del significado, no el descubrimiento de nuevos hechos (el trabajo de la ciencia) o la elaboración de relaciones comprensivas de la realidad (el erróneo objetivo de la metafísica tradicional). Así, llegaría a aseverar que las afirmaciones científicas son afirmaciones objetivas legítimas y que las oraciones metafísicas, religiosas y éticas se hallan vacías de significado. O sea, aquello no verificable a través de experiencia sensible no tiene significación, esto es, no existe en tanto objeto de la filosofía (léase estética, poesía, etcétera).

Nada que hacer. Si la poesía no existe, o carece de significado, según los maestros del Círculo de Viena y sus seguidores más notables (Austin, Strawson, Quine), ¿qué sentido tiene insistir, volver una y otra vez sobre un discurso incapaz de objetivizarse y servir de acceso al conocimiento? ¿O será que el episodio radica en objetivizar la poesía, privarla de todo componente subjetivo, sentimental, autobiográfico, y reducirla (o ampliarla) al ámbito de lo científico, de lo verificable mediante la experiencia sensible? A menos que en el acápite “experiencia sensible” esté incluida la emoción estética y nos arriesguemos a defender la función gnoseológica del lenguaje artístico. En caso contrario, avanzamos hacia el silencio. Ya sea por el sencillo acto de callar o por la anulación de un lenguaje que, inservible para trasmitir pensamiento (otro pensamiento ajeno al propio lenguaje), conduzca a la muerte de la poesía. O al menos a la muerte del autor, como Foucault nos anunció en beneficio de las condiciones sociohistóricas, y Barthes nos ratificó poniendo de victimarios al sistema inmutable de estructuras básicas que son lengua y cultura, y a la importancia de los detalles estilísticos, en tanto Derrida nos propuso la “lógica paradójica” de la deconstrucción para explicar cómo el texto puede independizarse de su creador y alcanzar un significado por sí mismo.

Por suerte, la poesía y los autores terminan ganando por puntos (ya el KO ha perdido espacio en el pugilismo contemporáneo entre filosofía, ética y poesía) y desmienten los postulados de los filósofos, de los teóricos y de los críticos literarios. Celan convenció a Adorno de que sí era posible escribir poesía después de Auschwitz y lo hizo con un solo poema, “Fuga de muerte”, donde en unas escasas líneas podemos percibir todo el horror del Holocausto pero también toda la belleza irredenta de un alemán volcánico y prescindente que se fue radicalizando hacia sus últimos libros y terminó, en apariencia, dándole por adelantado la razón a Richard Rorty y su teoría de los juegos del lenguaje inútiles para explicar las grandes preguntas ontológicas. E insisto en decir que “en apariencia” porque una lectura, aunque sea transversal, de la obra de Celan, sobre todo a partir de Cambio de aliento, igual echaría por tierra el pragmatismo de Rorty basado en afrontar con éxito el entorno físico y la convivencia con el prójimo, disciplinas en las cuales Celan ni siquiera alcanzó a rozar el aprobado.

Desde luego, Celan era un hombre aquejado de perturbaciones psíquicas severas y su tozudez en desvertebrar la lengua alemana y la tradición poética y filosófica, incluyendo la ética, puede ser vista por algunos como los delirios de un demente y no de un visionario. Ya por esas acusaciones pasaron Blake, Hölderlin, Rimbaud y Lautréamont. Y es absolutamente cierto que eran culpables. Eran locos, raros, excéntricos y marginales como lo fueron Silva y Verlaine, Barba Jacob y Huidobro, León de Greiff y Herrera y Reissig, Marosa di Giorgio y Alejandra Pizarnik, Alfonso Cortés y Gonzalo Arango, y Leopoldo María Panero y Raúl Gómez Jattin y Henri Michaux. Eran culpables de decir la verdad, de no tener en cuenta la(s) ética(s) del discurso público ni de las conveniencias sociales ni de la usanza literaria. Eran culpables de practicar a su modo individual la ética de la subversión que caracteriza a la alta (y antipática) poesía.

Estas apreciaciones, hasta donde alcanzo a colegir, no contradicen en absoluto la acción de otro grupo de escritores más cercanos a una idea tradicional de la ética, muy del gusto del canon literario latinoamericano: aquellos cuyos recios compromisos políticos (por lo general con proyectos progresistas) los han llevado a asumir una actitud heroica y a desplegar posturas cívicas (y hasta militares) en las que prima su apego al deber para con el país, el gobierno, el ejército, el partido. El paradigma de este grupo es sin duda Dante, pero en América el ejemplo más sobresaliente debe ser José Martí. Ahora bien, aparte de ser un subversivo en materia política y social, histórica y ética, como lo fuera su modelo florentino, Martí fue demoledor con las tradiciones literarias hispanoamericanas y si por un lado rescató para ellas el vigor lingüístico del Barroco, por otro dinamitó, es decir, enriqueció el verso español con el entusiasmo fundacional del inglés de Whitman, o la sencillez onírica y sutil que Bécquer aprendiera en Heine, o con la constante experimentación del francés que había leído en Hugo y Baudelaire, o con la velocidad impresionista con que asume, en la prosa de su Diario de campaña, el rescate prácticamente involuntario del español de Cuba y su esencia poética. Dicho de otro modo, aparte de ser un laborante, un separatista, un luchador por la independencia de Cuba y el organizador de la guerra definitiva contra España, José Martí practicó además la ética de la subversión literaria y consiguió hacer una poesía de altos quilates en la que no surge jamás la sombra de la propaganda política para la que reservó sus discursos, sus ensayos o su labor periodística profusa.

Esta peculiaridad de Martí, por esos raros caminos asociativos que tiene lo poético, me remite a Auden. En 1967, en Budapest, el PEN Club organizó una mesa redonda en la que el poeta anglo-norteamericano disertó brevemente en defensa de la poesía. Allí dijo: “La propaganda es un monólogo que no busca una respuesta sino un eco. Hacer esta distinción no es condenar a toda propaganda como tal. La propaganda es una necesidad de la vida social humana. Pero no distinguir la diferencia entre poesía y propaganda les hace a las dos un daño indecible: la poesía pierde su valor y la propaganda su eficacia.” Para acotar, unos párrafos después: “Donde quiera que haya un mal social verdadero, la poesía, o cualquier arte para el caso, es inútil como arma. Aparte de la acción política directa, la única arma es el informe de hechos: fotografías, estadísticas, testimonios.” Es decir, no vale la pena confundir el rigor estético con la denuncia social. O lo que es igual: la ética del poeta y de la poesía es la de la subversión, la de no ser fiel ni siquiera a la propia poesía si esta se acartona y reclama nuevos moldes contentivos de lo esencial, el nuevo pensamiento (social, político, estético, ético) que esa poesía nueva propone. Y más: el único deber de la poesía radica en tratar de ser buena poesía, auténtica, cuestionadora de los temas esenciales del hombre y su entorno, e indagadora en los resortes compositivos y lingüísticos que la hagan crecer en posibilidades gnoseológicas y estéticas. Sólo creyendo en su constante superación la poesía podrá aspirar a que crean en ella. Sólo creyendo de veras en la poesía los poetas podrán aspirar a ser creídos.

Por desgracia, no ha sido siempre así. La historia de la poesía está llena de poetas de relumbrón, más ocupados en medrar en el banquete de la vida social y literaria que en respetarse a sí mismos. En su discutible conferencia “Contra los poetas” el casi filósofo (recuérdese que enseñó esta materia en Buenos Aires y que escribió ese libro brillante y enloquecido que se llama Curso de filosofía en seis horas y cuarto) Witold Gombrowicz asaetea la religión de la poesía y se opone a la puesta en escena de la poesía contemporánea y a su dudosa acogida. La intelectualización, el hermetismo, la facultad para cocinarse sin cesar en su propia salsa, la falta de autenticidad, el número infinito de personas que aspiran a ostentar el calificativo de poetas, las masas ignaras de lectores y, más que nada, de asistentes a recitales en los que no comprenden un bledo y resultan estafados por la vacuidad de un arte que ha dejado de serlo para reducirse a una ficción y una ceremonia, son las principales víctimas de la aspereza crítica del narrador polaco que, en pleno siglo XX, le enciende un cirio al Platón de La República. Y lleva algo de razón, hay que admitirlo. Bastaría con revisar la miríada de libros, antologías, panoramas, revistas, páginas webs, blogs y otras estrategias publicitarias que inundan nuestro espacio lector y tratan de pasarnos gato por liebre. Lo triste es que Gombrowicz ignora un detalle que sí tiene muy claro Auden en su intervención ya citada, donde señala: “Es difícil concebir una sociedad abundante que no sea una sociedad organizada para el consumo. El peligro en una sociedad así es el de no distinguir entre aquellos bienes que, como la comida, pueden consumirse y hacerse a un lado o, como la ropa y los automóviles, descartarse y reemplazarse por otros más nuevos, y los bienes espirituales como las obras de arte que sólo alimentan cuando no se consumen.”

En una sociedad opulenta como Estados Unidos las regalías dejan bien claro al poeta que la poesía no es popular entre los lectores. Para cualquiera que trabaje en este medio, creo que esto debía ser más un motivo de orgullo que de vergüenza. El público lector ha aprendido a consumir incluso la mejor narrativa como si fuera sopa. Ha aprendido a mal emplear incluso la mejor música, al usarla de fondo para el estudio o la conversación. Los ejecutivos empresariales pueden comprar buenos cuadros y colgarlos en sus paredes como trofeos de estatus. Los turistas pueden “hacer” la gran arquitectura en un tour guiado de una hora. Pero gracias a Dios la poesía aún es difícil de digerir para el público; todavía tiene que ser “leída”, esto es, hay que llegar a ella por un encuentro personal, o ignorarla. Por penoso que sea tener un puñado de lectores, por lo menos el poeta sabe algo sobre ellos: que tienen una relación personal con su obra. Y esto es más de lo que cualquier novelista de bestsellers podría reclamar para sí.

Y he aquí la develación del misterio, me parece. Ese puñado de lectores y de oidores (aquí remarco que Gombrowicz olvidó, encima, que la poesía fue, en el principio, oral y que desempeñó un papel mítico-religioso, educativo y propagandístico antes de ser el arte altamente subjetivo que hoy conocemos; pensemos en su función entre los griegos, los nahuas, los incas: unas veces un producto de la religión o la política, otras un instrumento al servicio de estas) siempre van a ser los portadores de la buena nueva, los que contagiarán a otros con una enfermedad singularísima, aquella en que desde el inicio existió el disidente, el escéptico, el que puso bajo sospecha la sacralidad del dios o del emperador de turno y a través de cuyos versos se filtraron hacia el futuro las resquebrajaduras ideológicas, morales, estéticas, que luego arrojaron otras luces sobre los procesos históricos y culturales. Con esto reafirmo la tesis de que la poesía, el poema, el buen poeta, nunca saben, inquieren. Y por esa razón declaro sospechar del poeta que insiste, desde la poesía, con la poesía, en asentar –o desmentir–, de manera absoluta, verdades históricas, ideológicas o políticas (las cuales, si miramos a fondo, también suelen tener mucho de ficción, según desde dónde sople el viento), porque por lo general caen en el discurso huero, en la asunción de las prescripciones del poder, sea del género que sea. No cuestiono en absoluto las predilecciones políticas o religiosas de los autores, ni su actividad civil o militar en pro de su país o de una causa concreta; si lo hiciera no admirara a Dante, ni a Martí, ni a Vallejo, paradigmas en lo de sobreponerse a las contingencias de la historia y legarnos una poesía que todavía sigue y seguirá interesando porque en ella late el impulso subjetivo, la eterna inconformidad del individuo que quiere, quiso y querrá un mundo mejor, tal vez imposible, pero deseable como único paliativo contra el exilio inaugural, contra la pérdida de los posibles paraísos.

Porque el poeta, desde Orfeo, ha sido un marginal: no es totalmente humano, pero no es divino; encanta a dioses y reyes, pero puede ser decapitado por las masas irredentas; es capaz de morir por amor, mas no alcanza a retener a la mujer amada, cuya imagen se difumina al menor movimiento de cabeza; termina viviendo como un proscrito, pero a su muerte pasa a formar parte del reino de los cielos (recuérdese que la lira de Orfeo se transformó a la postre en la constelación de similar nombre). También, por supuesto, en tanto hombre, es un exiliado: perdió de antemano el camino del Paraíso y está obligado a dialogar, a preguntar y preguntar(se) dónde queda esa ruta o, en el peor de los casos, si es de veras imprescindible o existen otras opciones para burlar los límites de la existencia. Por eso creo, igual que Bécquer, que siempre habrá poesía, pues habrá nuevos hombres con nuevas inconformidades, nuevas ideas y nuevas maneras de averiguar sobre su sitio en el universo, que es, a la postre, distinguir entre los rostros borrosos del exilio.

A estas alturas espero haber hablado de la ética, de la poesía y de los poetas. Me faltaría tal vez hablar un poco más de nuestro tiempo. Tengo la convicción de que el mundo contemporáneo está signado por la falta de fe, o mejor, por el exceso de fe en el éxito, la prosperidad económica, la belleza estereotipada de las pasarelas y revistas de modas, los automóviles último modelo, los celulares, las tarjetas de crédito, y otras armas que la Matrix de la globalización ha empleado para banalizar la mente del individuo y su actividad subjetiva en el orbe, bajo el influjo de un dios llamado mercado y una religión llamada consumo. Si convenimos en que los adeptos a esta religión se multiplican por centenares y han invadido los espacios antiguamente privativos del arte –cuya “aristocracia” espiritual ha flaqueado ante el empuje de las grandes tiradas de pésimas novelas, de superproducciones cinematográficas espantosas (casi siempre hollywoodenses), o de las dudosas propuestas de muchos sellos discográficos, por no hablar de las artes plásticas y su cada vez más excesiva y costosa “funcionalidad”–, podríamos, en un ataque de impotencia cultural, pensar en el suicidio, si nos conformamos con admitir que el amor se ha transformado en una melodramática compraventa de intereses, el erotismo en pornografía, la diferencia en discriminación, la religión y la política en sainetes baratos, y la filosofía en un guirigay babélico. Pero no. Como ya dije, siempre ha habido disidentes, cuya sospecha y labor de resistencia ha permitido que el arte y la literatura sobrevivan a todas las crisis políticas, sociales y morales de la historia de la cultura y el pensamiento. ¿O acaso estamos hoy peor que en la Roma antigua? ¿O peor que en el Medioevo? ¿O peor que en el período de entreguerras del siglo XX? No creo. Son sólo maneras distintas de manifestación de un mismo problema: el aguzamiento de la estupidez humana y su poder de autodestrucción para con la especie y el mundo. Y al final lo esencial de esas épocas sobrevivió en las páginas de sus grandes poetas, en las obras de sus pintores, escultores, músicos, arquitectos, y la espiral ganó otra elipse, hasta que la nueva oleada de imbecilidad colectiva puso en peligro la edad subsiguiente, también salvada por los apóstatas y así sucesivamente. Por eso tengo fe en el otro, en ese hombre auténtico que aún late entre los seres cosificados por la tecnología, el conformismo y las guerras. Ya dije que la poesía me parece eterna mientras eterno sea el hombre que desconfíe y se rebele, ya sea desde el altar modernista o desde la furnia civil del poeta al margen, y en esa esperanza reafirmo mi voto por la ética de la subversión como la única posible para la poesía y para los poetas en sus ejercicios de salvación.

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JESÚS DAVID CURBELO
Jesús David Curbelo (Camaguey, 1965). Escritor y traductor. Se ha desempeñado como profesor de literatura en la Universidad de La Habana y en el Instituto Superior de Arte de Cuba. Ha traducido al español a John Donne, William Blake, Dante Alighieri, Edgar Lee Masters, entre otros autores. Ha publicado las novelas Inferno (1999) y Cuestiones de agua y tierra (2008); los cuadernos de poesía El mendigo de Dios (2004) y Cárcel, memoria y abrigo (2008); y los relatos Tres tristes triángulos (2000) y Otros cuentos de amor, de locura y de muerte (2006), entre otros libros. La antología Las quebradas oscuras (Editorial Letras Cubanas, 2008) recoge una selección personal de su poesía escrita hasta la fecha. Mereció el Premio Nacional de la Crítica Literaria en 2001 y en 2004 y el Premio Silvestre de Balboa 2006 al conjunto de su obra literaria.

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