¿Estás trabajando en algún proyecto? Si es así, ¿podrías describirlo brevemente?

En la actualidad estoy trabajando en un texto para el libro que se publicará a propósito de la próxima exposición de Dagoberto Rodríguez en el Centro Atlántico de Arte Moderno CAAM de Las Palmas de Gran Canaria. La exposición lleva por título Guerra interior y la comisaria es la chilena residente en Madrid Andrea Pacheco, fundadora del proyecto de residencias artísticas Felipa Manuela, en el que han participado artistas como la catalana Nuria Güell y la cubana Yaima Carrazana, ambas egresadas de la Cátedra Arte de Conducta dirigida por Tania Bruguera durante los años dos mil.

El texto que estoy ultimando para el libro de esta primera exposición de Dago en un museo del Estado español en su reciente andadura en solitario tras la larga etapa en Los Carpinteros, se titula “Astillas del mundo: geometría, geopolítica y poesía de la violencia en los objetos fugaces de Dagoberto Rodríguez”. En el texto me apropio de una potente imagen retórica que advierte George Didi-Huberman, las “astillas del mundo”, en su hermoso libro Vislumbres (Editorial Shangrila, Asturias, 2019), para aludir a un tipo de escritura pulsional en la que se traducen fragmentos mnémicos y articulaciones cognoscitivas intermitentes, algo que nos recuerda los “pasajes” de Walter Benjamin en tanto metodología y filosofía de la historia. Los apuntes de mi texto pretenden interpretar aspectos de la compleja red de imágenes, experiencias, lecturas, referencias, que van conformando el rizoma donde persisten ciertas figuras y objetos en la producción de Dagoberto, que evidentemente deconstruyen su propio oficio y al parecer persiguen desaprender formas de hacer de su pasado como miembro de un colectivo emblemático para la historia reciente del arte cubano.

Dagoberto Rodríguez Geometría popular fotograma 2020 | Rialta
Dagoberto Rodríguez, ‘Geometría popularʼ (fotograma), 2020

Paralelamente, por invitación del artista tinerfeño Juan José Valencia, estoy trabajando en un ensayo para el primer número de una nueva revista de crítica cultural que se está gestando desde la sección de arte del Ateneo de La Laguna en Tenerife. En este caso es una aproximación a la obra de la artista canaria residente en Berlín Eli Cortiñas, cuya práctica fílmica es una de las miradas más agudas que he podido ver en los últimos años sobre la construcción colonial de la imagen en una era posmedia. Eli Cortiñas es una conocedora excepcional de la historia del cine y una investigadora insaciable de los constructos ideológicos que subyacen en la instrumentalización del lenguaje cinematográfico, las metodologías de montaje convencionales del cine y la televisión y las formulaciones narrativas de la industria audiovisual. Su trabajo es una inteligente crítica al modo en que el cine, la televisión y el vídeo han moldeado nuestras subjetividades, al punto de interpelarnos en sus obras con una sofisticada crítica cultural en tanto espectadores y consumidores de imágenes posmedia.

Recientemente su obra Walls Have Feelings se pudo ver en la sección Opening de ARCO 2020 con la madrileña Twin Galery. Esta pieza fue considerada acertadamente uno de los hitos de esta edición de la Feria, lo cual ha corroborado su mención en gran parte de las reseñas realizadas sobre el evento y su recomendación en muchos de los recorridos especializados sugeridos por críticos y curadores. Esto también reivindica la apuesta de la joven Twin Gallery, con una programación rigurosa que sobresale en la escena expositiva madrileña de la última década gracias al compromiso de las hermanas Beatriz, Blanca y Cristina Fernández, que con la colaboración imprescindible de Rocío de la Serna han concebido el proyecto de este vibrante espacio.

Eli Cortiñas Los muros tienen sentimientos fotograma de vídeo ensayo 2020 | Rialta
Eli Cortiñas, ‘Los muros tienen sentimientosʼ (fotograma de vídeo-ensayo), 2020

¿Cuál es tu receta para sobrevivir en un momento complicado como este?

No creo que existan recetas ni antídotos para una circunstancia excepcional como la que estamos viviendo, sobre todo porque esta crisis se está experimentando de maneras muy diferentes, algunas desde posiciones de extrema vulnerabilidad para las vidas, más allá de la enfermedad en sí; mientras otras tienen privilegios y garantías básicos tales como trabajo, ingresos económicos, alimentos, agua potable, una vivienda digna, derecho a una buena atención sanitaria, recursos para teletrabajar o poder continuar una educación a distancia; o el estatus social y económico para poder hacer una cuarentena… Entonces, sólo te puedo hablar desde la singularidad de mi voz y mi experiencia, que es apenas una forma bastante “normalizada” dentro de los privilegios comunes de una clase media precarizada en un contexto social como la España del presente. Como para la mayoría de las personas migrantes, supongo que en estos momentos se hace más angustiosa la distancia con la familia, la incertidumbre sobre la gestión de la crisis y el futuro en los países que hemos dejado detrás, por lo general con situaciones adversas de extrema pobreza y escenarios políticos donde prevalece la impunidad, la arbitrariedad y la violencia totalitaria del poder del Estado, como es el caso de Cuba.

Particularmente, estos tiempos me han obligado a “parar”, a hacer una resistencia involuntaria a la dinámica de sobrexplotación que supone el capitalismo postindustrial sobre nuestros cuerpos migrantes. En ese sentido, la “imposibilidad física” de trabajar o la paralización psicológica que un estado de excepción como el que estamos experimentando conlleva, abre la posibilidad también de repensar hasta qué punto nosotras mismas nos sometemos a esa vorágine irrefrenable y alimentamos con nuestros propios cuerpos obedientes los mecanismos naturalizados de alienación. Y no se trata de repensar nuestra situación desde la postura idealista de aquellos que ostentan privilegios y derechos de ciudadanía suficientes como para imaginar un futuro posible al margen de la sociedad moderna, anclado en modos de hacer y de subsistencia precapitalistas, o en utopías escapistas ecosostenibles y medioambientales alternativas; porque incluso esa posibilidad de quedarse al margen o de “apartarse” viene abonada por privilegios y desigualdades cimentadas por la colonialidad que pesan más sobre unas que otras vidas. Por ende, para algunas de nosotras es imposible pensar siquiera la probabilidad de una alternativa. Para muchos esa alternativa es más incierta todavía, depende de una quimera encarnada en la difícil oportunidad de emigrar. Es menester acotar que estas reflexiones personales las hago desde el lugar de alguien que lleva más de quince años en el exilio, de ahí que para quienes vivan en Cuba puedan resultar absurdas e incluso triviales o frívolas teniendo en cuenta el sacrificio real que comprende intentar gestionar a diario todos los ámbitos y aspectos de la vida en la isla.

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En cualquier caso, “parar” en estos momentos para mí personalmente ha significado recuperar afectos y tiempos de convivencia. Poder disfrutar una conversación con mis padres tres veces por semana, racionando siempre los megabytes de la última recarga al móvil. “Parar” ha implicado tener tiempo para charlar con las amigas, una generación dispersa por el planeta, desde Normandía, pasando por México, Miami, o incluso la otra punta de Madrid; algo que en el día a día se hace muy complicado porque cada una tiene su organización familiar y su propia agenda de trabajo. “Parar” me ha reconciliado con la percepción positiva de un tiempo “no productivo”.

Creo que el sentido de adaptabilidad que desarrollamos en la Cuba de los noventa para sobrevivir al Período Especial, al sistema carcelario de los Institutos Preuniversitarios en el Campo (IPUEC), al hurto de cualquier esperanza en la medida que mi generación (los nacidos a finales de los años setenta) llegaba a la adolescencia y se hacía joven, a la senectud de la dictadura; y luego la consolidación de esos mecanismos camaleónicos de adaptabilidad en el exilio, junto a la ironía, el sarcasmo y el humor, nos han servido para rebajar los grados de tensión de las crisis y poderlas gestionar, mejor o peor, con el escepticismo ontológico de una nación que espera descreída y apática por un tiempo mejor. En los primeros días de clausura en casa y de chismorreo en Facebook cité una frase del personaje Juan de los Muertos en la película homónima de Alejandro Brugués: “Además, yo soy un sobreviviente. Sobreviví al Mariel, sobreviví Angola, sobreviví al Período Especial y a la cosa esta que vino después. A mí nada más que tú me das un filo y yo me las arreglo”.

Ciertamente, más allá de panfletos heroicos, los cubanxs estamos adaptados para sobrevivir en condiciones hostiles, pues a tono con el lenguaje bélico que impera en estos tiempos en que se ha amplificado el control del Estado sobre los cuerpos en todas partes del mundo de manera obscena, nuestra historia ha sido la de la “guerra de todo el pueblo” para vencer al enemigo invisible y multiplicado constantemente: desde los Estados Unidos y el imperialismo con su bloqueo hasta el mosquito Aedes aegypti… Como cualquier viñeta de un historietista, nos hemos pasado la vida haciendo colas para “resolver” el alimento escaso, hemos vivido aislados, se ha controlado nuestro acceso a la información y por ende la libertad de expresión, nuestra prisión domiciliaria ha sido la propia isla y “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. También me gustaría mencionar, dentro de esos reencuentros con comunidades afectivas e intelectuales –y esto sí a modo de receta susceptible de ser usada–, unos grupos de lectura que estamos compartiendo a través de Zoom, organizados por Tamara Díaz desde el Área de Actividades Públicas del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Son lecturas a propósito de esta emergencia global, de textos históricos y otros surgidos durante la pandemia, que nos ayudan a pensarnos ahora y a pensar el mañana. Me gustaría aprovechar para compartirlos por si pudieran servir a alguien más en estos días, os dejo la referencia bibliográfica en una nota al pie.[1] Resulta interesante debatir cuestiones como los límites de la libertad individual en estos tiempos de repliegue e intervención del Estado en nuestras vidas con las restricciones múltiples de derechos que se han decretado en muchos países. Esto es algo que para los cubanos es central en la gestión de la cotidianidad, por eso la posibilidad de ampliar el diálogo con gente de otros contextos y bajo otros regímenes políticos puede resultar muy estimulante.

¿Hay algo que todos podríamos hacer para hacer del mundo un lugar mejor?

¿Un lugar mejor para qué o para quiénes, sería mi pregunta? No encuentro manera de responder a una interrogante que apela a tamaño esencialismo si no es en forma de chiste. Debo aclarar en este punto que yo suelo mostrarme bastante escéptica, cínica y nihilista al respecto. En tanto investigadora de los relatos y las construcciones de la historia no encuentro evidencias para pensar en el mejoramiento futuro ni del ser humano, ni del mundo que hemos gestionado desde una perspectiva antropocéntrica hace siglos. Basta observar cómo apenas un mes de encierro de la especie humana en sus guaridas ha bastado para que los animales se adentren en el territorio peligroso que las ciudades constituyen para ellos al estar dominado por el mayor depredador del planeta, el ser humano.

No quiero ser agorera y mucho menos irrespetuosa en las actuales circunstancias donde ha muerto tanta gente y tantas familias han perdido a seres queridos. Pero cuando vemos que en apenas un mes que se ha masificado el uso de mascarillas protectoras y guantes de látex desechables, estos ya han aparecido en las aguas marinas, ese es un síntoma inequívoco del egoísmo, de la falta de sensibilidad, de la ausencia de solidaridad y de respeto por la vida y el planeta que tenemos los seres humanos; y la velocidad trepidante con la que ejercemos daño sobre todo lo que nos rodea, sea animal, vegetal, mineral o humano.

Mi respuesta no puede ser más que otra expresión desalentadora y esencialista, qué podríamos hacer para que el mundo fuese mejor, pues los humanos deberíamos extinguirnos y dar cabida a otros modos de vida que tal vez desde otras formas de relaciones, inteligencias, conocimientos, saberes, materialidades y fisicidades sepan convivir con el resto de las especies en un territorio común sin ordenamientos geopolíticos a todas luces ineficaces que han transformado el sentido de lo “humano” en una expresión abyecta, sinónimo irreversible de destrucción y colapso.

¿Cuál es la principal lección que el mundo del arte debería aprender de todo esto? ¿Cómo te imaginas el mundo del arte pospandemia?

No sé si el mundo del arte, tal como está estructurado en su atávica concepción moderna, con instituciones y ordenamientos que han prolongado un tipo de institucionalidad y mercado que responde ciegamente a la lógica del capital, esté en condiciones de poder aprender alguna lección de las actuales circunstancias, resultado de los propios excesos del sistema. La industria de la cultura ha sido uno de los pilares del modelo geopolítico global que ha sustentado la gobernanza y funcionamiento de los diferentes campos de la sociedad contemporánea. De hecho, los principales eventos y circuitos para la circulación del capital y los agentes del campo del arte contemporáneo a escala mundial –léase ferias, bienales, museos con franquicias, etc.– replican, o son parte esencial, del complejo deslocalizado de la sobremodernidad. La industria de la cultura es uno de los soportes básicos del turismo global; la comprensión que se hace hoy del patrimonio cultural de las ciudades está enfocada a ese turismo y a todas las industrias y servicios subsidiarios del mismo. Habiendo tantos intereses económicos y políticos de por medio es difícil pensar que haya voluntades comprometidas con un cambio de las políticas culturales que tienen sus efectos en las esferas públicas y privadas del sector cultural.

La capacidad de reacción y compromiso político del arte ha demostrado en muchas ocasiones y con experiencias prácticas tener herramientas para definir cambios en contextos locales y de comunidades específicas. A ese espíritu de acción e intervención social que se ha activado para reclamar colectivamente derechos y libertades civiles, a la labor y auto organización de agentes del campo del arte en colaboración con ciertas comunidades y otros actores sociales, debemos hoy contar con determinadas garantías ciudadanas específicas en muchas sociedades democráticas y la denuncia de violaciones, intolerancias y discriminaciones de diversa índole.

Precisamente, en estos tiempos el arte y la cultura están funcionando como válvula de escape, pero sería interesante pensar en una activación de esas capacidades catárticas no como un producto de consumo, sino como una herramienta de sensibilización y empoderamiento, un recurso más en manos de la ciudadanía para llevar a cabo pequeñas revoluciones individuales que vayan replicándose de unas conciencias a otras hasta lograr muchos clamores colectivos que contribuyan a la conformación de otras comunidades futuras. En momentos en los que la norma es el aislamiento y la sospecha frente al otro, el arte debería conservar ese potencial ilusionante y catalizador de comunicar y fomentar colectividades, como han demostrado los conciertos improvisados en los balcones, que han operado como verdaderas jam sessions entre singularidades que han compuesto un coro de resistencia. Por demás, los lenguajes del arte continuarán siendo necesariamente la última frontera de libertad para la expresión plena de las subjetividades y las narraciones posibles del presente histórico.

De todos modos, me viene ahora el recuerdo de una obra del artista galés Neil Cummings y la polaca Marysia Lewandowska, Museum Futures: Distributed (2008), un vídeo comisionado por el Moderna Museet de Estocolmo en ocasión de su cincuenta aniversario, que precisamente planteaba una hipótesis futurible del mundo del arte en el año 2058 tras una serie de acontecimientos adversos como crisis financieras, pandemias y guerras en las primeras décadas del siglo XXI, que habían llevado a una reestructuración del sistema artístico. No sé si es esa una posible respuesta a esta pregunta, pero sin dudas apunta una vez más el potencial político y de imaginación del arte para interpelar el futuro.


Notas:

[1] Acá algunos de los textos que hemos discutido en el grupo de lectura. Cfr. Rita Segato: “Coronavirus: Todos somos mortales. Del significante vacío a la naturaleza abierta de la historia”, La tinta, 29 de abril de 2020; Simone Weil: Echar raíces, Trotta, Madrid, 1996; Ana Longoni: “No tener olfato”, Anfibia, 2020; Mercedes Villalba: Manifiesto ferviente, Calipso Press, Cali, 2017.

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SOLVEIG FONT
Solveig Font Martínez (La Habana, 1976). Licenciada en Estudios Socioculturales. Se desarrolló como especialista en artes plásticas en la Asociación de Artes Plásticas de la UNEAC y más tarde en la Galería Villa Manuela de la misma institución. Trabajó como curadora en la Fábrica de Arte Cubano (FAC) hasta el 2015. En el 2014 fundó el espacio de arte Avecez art space, donde ha trabajado con artistas y curadores nacionales e internacionales. Ha realizado más de veinticinco exposiciones dentro y fuera de Cuba. Ganó en 2015 la Residencia de RCAAQ en Montreal, Canadá.

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