‘Four trees’ (detalle), Egon Schiele, 1917
‘Four trees’ (detalle), Egon Schiele, 1917

Dicen los chinos que del Uno nace el Dos, del Dos nace el Tres, y del Tres nacen las diez mil cosas. Así, por la vivencia de Enrique Saínz fui convocado a esta conversación, y luego lo fue el inseparable Jorge Luis Arcos y luego, en el decursar de la charla, concurrieron diversos milagros: músicos que a nuestras espaldas ejecutaban una sonata para piano y guitarra, Martínez Sobrino que apareció para obsequiarnos sus Helechos y, en fin, el propio Cintio, que no satisfecho con mezclarse en nuestras disquisiciones, apareció de cuerpo presente ante el banquito de la Unión, con bastón y tabaco sin siquiera preguntarnos qué hacíamos allí, nos convidó a su fiesta. (Omar Pérez)

Omar Pérez (O. P.): En tu prólogo a la Poética, de Cintio Vitier, hablas de “la batalla del poeta con sus palabras para alcanzar el cuerpo de la realidad”. Para los nahuas, por ejemplo, la única realidad era la poesía, flores y cantos, en sí mismos instantáneos. ¿Qué es para ti la realidad?

Enrique Saínz (E. S.): Es el cuerpo de lo visible y de lo invisible. Todo aquello que podamos aprehender mediante los sentidos, las intuiciones, los sueños. Y es también el cuerpo de fenómenos y entidades que no podremos percibir sino después de la muerte. Es decir, se trata de un conjunto infinito que además de nuestras percepciones actuales incluye aquello que todavía no podemos experimentar, lo que vendrá tras la resurrección, tras la entrada en lo que considero el auténtico paraíso, que es la restauración de las cosas después de la muerte. Hablamos entonces de una totalidad de lo que conocemos y lo que no conocemos.

O. P.: ¿Y no hay para ti un paraíso aquí y ahora?

E. S.: Lo creo imposible, de acuerdo con nuestras posibilidades de realizar la historia. El hombre, al parecer, se encamina hacia la destrucción y sólo la restauración por lo trascendente nos podrá dar la percepción de un auténtico paraíso. Ciertamente, la realidad es también un sueño, un acontecer que es y no es; de ahí la fe, por lo perecedero de la realidad, en una realidad imperecedera. Porque no sólo los sueños y las intuiciones nos dan una revelación, también los anhelos conforman una realidad: lo que queremos que ocurra es también la realidad. Y esa verdadera realidad final, por degradada que esté ante nuestros sentidos esta que ahora vivimos, está anunciada por ella, aunque sus esplendores se hayan ido perdiendo.

O. P.: Tú hablas a la cristiana, ¿no?

E. S.: Sí, claro.

O. P.: Cuando narras el encuentro de Vitier con Enemigo rumor, mencionas un “modo súbito” de entender la poesía. ¿Consideras esta la manera óptima de llegar al poema?

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E. S.: Es la manera más creativa, aunque no la única. Luego vienen acercamientos sucesivos que confirman o defraudan esa primera lectura, pero tiene que existir ese encuentro que es como un oleaje que te invade, un contacto con algo que te permite la vislumbre, por la palabra, de lo que no conocías y que satisface intuiciones y preguntas que ya has tenido. Después, lecturas más sosegadas nos van a decir que ese texto era, o no, lo que sentimos. Tal vez estábamos sometiendo el texto a la acción de problemáticas muy personales que creímos ver de pronto reflejadas allí y luego no podemos reencontrar. Lo óptimo, en todo caso, es ese diálogo de primer golpe, como en esos poemas que comienzan vigorosamente, expresando un drama intenso del poeta. Ese primer verso podría ser definitivo y creo que eso fue lo que le pasó a Vitier al leer Enemigo rumor: sentir que había allí un modo de adentrarse en lo fenoménico que él no había visto antes; experiencia que también ocurre ante un cuarteto de Beethoven o un coro de una ópera de Mozart. En las Elegías de Duino, por ejemplo, tenemos la percepción inmediata de un universo que irrumpe y nos dice que vamos a tener una comunión intensa con el poema. Cuando eso me ha sucedido, he ido luego en lecturas más reflexivas a confirmar aquella sensación de espacio dilatado que el poeta entrega ya desde el primer verso. Es probable que esa confirmación venga dada por la necesidad de tener uno mismo esa vivencia, e insistes en percibirla en el poema. Te hablo de mi experiencia.

O. P.: Como si fuera un oráculo…

E. S.: Sí, como algo predeterminado que necesitabas conocer y ahí se te entrega. Por lo general, esas lecturas no fracasan ni siquiera con el decursar de los años, y son precisamente Rilke y Vitier los poetas con los cuales he tenido con mayor frecuencia estas vivencias. También Eliseo Diego, aunque en tono menor, y no digo que Diego esté en tono menor con relación a nadie, sino que esa primera impresión avasalladora aparece en él de manera más tenue. Sin embargo, no es el único modo de llegar a la poesía: Pound no tiene esos impulsos iniciales, ni siquiera Lezama lo hace con demasiada frecuencia. Lo que quiero subrayar es que el diálogo que se establece con el poeta debe partir de una primera impresión fuerte, indeleble. Si necesitas leer muchas veces un poema para que te colme es que no va a permanecer en ti durante mucho tiempo.

Jorge Luis Arcos (J. L. A.): ¿No te parece a veces que esa primera impresión es como si el mundo no hubiera sido creado todavía?

E. S.: Algo así, algo así. Cuando Rilke habla de la pantera en su relación con el espacio, hay allí un hallazgo que te permite tener una percepción del espacio que nunca antes se te había manifestado. Pensemos en Saint-John Perse, cuyos textos se llaman Mares o Anábasis, y en ellos nos comunica la sensación de vastedad, de viaje a la intemperie. Yo, con mis fobias a los lugares cerrados, encuentro que esas visiones de la vastedad logran compensarme; quizá esté encontrando soluciones a ciertas angustias que han estado en mí desde siempre y no tengo que decir que si eso mismo es expresado por un poeta de menor categoría probablemente no me emocione. Se precisa en estos casos de una cierta grandeza del lenguaje que viene como predestinando al creador. Más que una elaboración literaria, se trata de una actitud, una vivencia del poeta antes de la escritura, vivencia que le dicta ese paisaje y esa mirada. Y esto, para mí, es tanto más efectivo cuando el poeta trae preguntas y no respuestas. Entonces el crítico puede mostrarte el modo de observar esas preguntas, porque la poesía también se aprende a ver. Antes de que suceda ese súbito del cual hablábamos, has recibido una serie de lecciones que van conformando una percepción. Esto en el caso del crítico revelador, no así en el crítico enumerativo. Pienso en cómo Bachelard te enseña a ver la percepción de la inmensidad en los poetas, así como de lo pequeño, lo que está reducido a un espacio limitado, como por ejemplo un cofre; o cuando Charles Du Bos te muestra las relaciones de la sonoridad de ciertas obras musicales con textos poéticos. Ese crítico puede ayudarte a ver, pero debe haber en ti una virginidad ante la poesía, aunque ya hayas realizado numerosas lecturas.

J. L. A.: ¿Por qué tú crees que en su Poética Vitier afirma que, tras la “angustia interrogante”, como él la llama, más que una respuesta lo que sobreviene es un silencio esencial?

E. S.: El silencio puede ser el comienzo de una respuesta. Pero quizá, también, el silencio es ya la respuesta, porque el poeta puede desplazar entonces su interés y abandonar el intento de la palabra y quedarse dialogando en el silencio, ya sea un diálogo de gozo o de sufrimiento. Aunque tal vez el poeta no esté realmente en condiciones de decir nada, habría que indagar en qué medida el poeta está abocado al silencio. Al final de su vida, Paul Celan escribía como iluminaciones de la realidad en una palabra que va buscando el silencio, lo cual no creo que estuviera disociado de su determinación de suicidarse. Por un lado, lo asedia el silencio, por el otro, la palabra como iluminación escueta, y el poeta va llegando a una especie de alternancia. No sé qué piensas tú…

J. L. A.: He pensado también que la pregunta pueda ser la respuesta.

E. S.: La pregunta puede ser suficiente. Mira por ejemplo la poesía del propio Cintio, o tú mismo en De los ínferos, que es poesía inquisitiva. Creo en la trascendencia, en la suficiencia misma de la pregunta.

J. L. A.: Como si la iluminación fuera la pregunta…

E. S.: Exactamente, la revelación está en la pregunta. De ahí el silencio posterior.

O. P.: Parece como una primera entrada de la poesía en la meditación. Hablabas de Celan y yo recordaba además al Martí del Diario de campaña, donde poesía y meditación se confunden, como cuando el río entra en el mar, o algo así. Dos fluidos que se mezclan.

E. S.: Sí, la frase breve va sirviendo de puente entre diversos niveles de lo real. El poeta recoge el momento y luego se retrae y puede incluso que no vierta nunca otra reflexión por suficiente que le parezca. Y, además, por otra parte, los estados negativos también pueden ser iluminadores. Insisto en Celan, pero están también los Salmos…

O. P.: El libro de Job.

E. S.: Desde luego, hay un hombre sufriente que clama por la muerte y cada una de sus frases, fíjate qué paradoja, está llena de vigor, de vitalidad. Clama por la muerte y sin embargo hay en él una vida y una energía que nos hablan de esplendores que él mismo está negando con su reclamo.

J. L. A.: En su angustia hay una plenitud.

E. S.: Claro, de lo contrario no podría decirnos lo que nos dice. Recordemos la frase: lo más bajo llama a lo más alto.

O. P.: Enrique, ¿qué es para ti la sobrevida?

E. S.: Te diría que sobrevida tiene al menos dos maneras de definirse: la posibilidad de escapar a la muerte, en lo inmanente, en lo transitorio, posibilidad que te permite ir rehaciéndote día tras día, y también la aventura de trascender lo carnal, de encontrar un cuerpo más allá de la muerte. Y en ambas está la vislumbre de lo que no es perecedero, una especie de plenitud a la que todo hombre aspira.

O. P.: Es casi un sinónimo de poesía.

E. S.: Sí, en la medida en que te revela lo trascendente, la poesía es sobrevida. Y esta es una experiencia que el poeta y su lector comparten. Aunque hay un modo tal vez más alto: la música, porque no tiene la contaminación del sentido inmediato de las palabras, y esa ausencia ligada a la armonía te va a dejar entrever aquel paraíso del que hablábamos. Al contrario de lo que sucede con la poesía, en la música no necesitas escucharte, no hay necesidad de intervenir.

J. L. A.: Eso explica los conflictos de Valéry ante la poesía pura, cuando decía que las regiones de la más alta serenidad estaban necesariamente desiertas. Y está también la apetencia de los poetas llamados puros por la música.

E. S.: Era un ideal que ellos sabían inalcanzable a través de la palabra. Cintio, quien también es músico, afirma que la música siempre va delante de la poesía, como decía Rilke hablando de la capacidad de intelección en carta a Lou Andreas Salomé: “usted siempre va delante de mí”. En ese sentido la escritura contiene una frustración.

O. P.: ¿No te parece que esa frustración proviene del momento en el cual la poesía se separó del canto?

E. S.: Indudablemente, al separarse del canto la poesía queda menesterosa de su antigua capacidad de armonía.

O. P.: ¿Cuál es tu vivencia práctica de la poesía? Hablo de una vivencia que no necesariamente conduce a la escritura, se trata más bien de una actitud.

E. S.: La poesía no tiene que ser una experiencia escrita o de lector. Hay una disposición a percibir en la realidad misterios y cuestionamientos que como experiencia es, en alguna medida, una praxis de la poesía. Ahora bien, la teoría también descansa en una praxis de la poesía, así que por un lado tenemos la condición poética del sujeto hacia lo que presiente y anhela, lo cual ya es una iluminación no escrita ni necesariamente sujeta a escritura, y por otro lado está la percepción que se vierte en palabras, que necesita incluso ponerse en palabras y esta puede derivar en poema o en reflexión crítica, teórica, reflexión que quiere moverse en los mismos planos de intuición en los que descansó la experiencia anterior, aun si es ajena, como cuando se comenta a un poeta. El crítico verdadero debe recorrer esos planos y no partir de descripciones de estructuras o modos de interpretar el mundo, sino penetrar él mismo el mundo tal como lo ha penetrado el poeta. Sin esa exigencia de participación, el crítico se encontraría ante un mundo en verdad plano, desprovisto de verdadera riqueza.

J. L. A.: ¿Esa participación no supone una reminiscencia o esperanza de armonía?

E. S.: El hombre tiene una sed extraordinaria de un paraíso que perdió. No se trata de un mito, dado que un mito es algo que se construye sólo desde el pasado. Hay hechos, certidumbres, como la poesía y la música, que consiguen hacernos aprehender esa realidad perdida, pero no irremediablemente perdida. Según el psicoanálisis, podemos ver cómo muchas de las problemáticas adultas tienen un referente en una infancia en la cual se violentó el decursar armonioso de la realidad. En Rimbaud, en sus playas infinitas, hay visiones de un estado de dicha absoluta, sin condicionamientos, sin caducidad. Son formas de entrever una armonía ausente, pero no ficticia.

J. L. A.: Enrique, ¿tú no crees que en la conciencia misma del hombre, en esa conciencia que pregunta, aparece ya la angustia? Un árbol no necesita preguntar, la conciencia en él clama casi por no hacerlo.

E. S.: Es que en el hombre la conciencia lo es siempre de una pérdida, y lo digo sin suscribir ninguna teoría específica. Después la conciencia será conciencia de lo real, de sí mismo, de anhelos, búsquedas o frustraciones, sin orden jerárquico, pero es en primer lugar conciencia de pérdida, de desarmonía. El desasosiego es esto, desarmonía, degradación que luego provoca en el hombre el anhelo, como en la ruptura de la infancia. Por eso se habla del paraíso en el cual viven los niños, tesis que no comparto del todo porque los niños viven también en infiernos y se ven entonces obligados a imaginar paraísos, a soñar realidades, una vez que han experimentado, así sea de manera indirecta, la ira de los adultos, lo cual es ya una primera percepción de la desarmonía. Así con la conciencia hemos llegado al conocimiento de la ruptura, y nuestros sueños y anhelos siempre estarán remitidos a aquella armonía perdida. De ahí emergen la angustia y el desasosiego.

O. P.: ¿Y no podría decirse que la conciencia, al ser conciencia de la ruptura lo es también necesariamente de la armonía?

E. S.: Claro, porque son realidades complementarias. No puede existir la una sin la otra y eso está en el sustrato de toda poesía verdadera: armonizar al sujeto con lo real, el sujeto con el objeto.

O. P.: Ese sería uno de los fundamentos del trabajo poético.

E. S.: Por supuesto, aunque sea una armonía precaria como toda realización humana. La música o el verso –pienso ahora en los textos líricos de San Juan de la Cruz– dan cuenta del cumplimiento de un diálogo.

J. L. A.: En relación con eso, ¿por qué crees que Vitier afirma que la poesía es el reino de las cosas fugaces salvadas de su caducidad? Se trata de una contradicción.

E. S.: Cintio ha intentado mostrarnos hasta qué punto en la precariedad de la existencia sigue habiendo armonía. Se ha dicho que los árboles, las estrellas, los mares tenían antes del pecado un vigor y un esplendor que luego han decaído. Vitier intenta, en medio de esa caducidad, aprehender la eternidad que al mismo tiempo tienen las cosas. Por eso habla de imágenes reales, imágenes suficientes para la conformación de un mundo armónico. Es el intento de crear totalidades desde el seno mismo de lo real.

O. P.: Lo cual hace de Cintio un poeta de la esperanza.

E. S.: En primerísimo lugar.

O. P.: Sabes, si vas al Escambray y conversas con alguno de los campesinos más viejos, él te dirá que hace cincuenta años los aguacates, o las mariposas, o la lluvia no eran como hoy; eran realidades mucho más poderosas.

E. S.: ¡Qué maravilla! En efecto, hay como una degradación paulatina de lo real.

O. P.: Quiere decir que el paraíso está cerca…

E. S.: Yo creo que sí.

O. P.: ¿Hay para ti una religión de la poesía?

E. S.: No me atrevería a afirmarlo, pero la poesía, en la medida en que aspira a conocer el mundo, no sólo en su realidad degradada sino también en su esplendor posible, es ya una tentativa de religare, de unir al hombre con lo trascendente. Hay poesía de lo inmediato, poesía histórica o de la cotidianidad, pero no me parece que logre rebasar su circunstancia si no está sustentada también en una visión simbólica de lo real. Hay dos tendencias en la poesía: la alabanza y el conocimiento, dos tendencias que son una sola. Sucede que la primera ha ido más adentro en la espesura de lo real, como diría San Juan, porque ya ha transitado por el conocimiento. Es el caso del salmista, o de Claudel. En cambio, la poesía de conocimiento, en su aprehensión de lo real, si se queda en la descripción externa o si la visión del poeta no trasciende lo fenoménico, no creo que pueda resistir una lectura a través de los años. Tal vez mantenga valores históricos, biográficos, o incluso verbales, pero no va a perdurar propiamente como poesía: el testimonio poético tiene que trascender su propia circunstancia. Si a cualquier edad escuchas un cuarteto de Mozart, sin tener la menor noción de su pasado, este puede comunicarte igualmente una alegría que revela que la pieza ha trascendido su tiempo; si necesitas saber cómo vivía Mozart o en qué creía para poder entender o comunicarte, no hay trascendencia. Y por otro lado, no hay nada que entender, se trata sólo de la capacidad de la palabra o del sonido para comunicarte vivencias, que luego el crítico debe comunicar al lector. Por eso no encuentro interés en la crítica descriptiva, historicista, acumulativa, sin negar por otra parte el valor de la información. Tiene que ser una crítica que te diga, que te ayude a vivir, a comer, a levantarte por la mañana, que te impulse a buscar similitudes, relaciones, que te invite a indagar y entonces el mundo empezará a ser algo completamente distinto, fresco, de una plenitud y una belleza diferentes. Si encontramos aún obstáculos para investigar con cierta pasión en esos caminos, quiere decir, creo, que nuestra vida debe crecer todavía en otras direcciones, porque estamos demasiado inmersos en nuestra circunstancia personal.

O. P.: Enrique, ¿cómo explicas el fracaso de la escritura de Rimbaud?

E. S.: Rimbaud alcanzó muy pronto una visión que trajo como consecuencia que el poeta no pudiera continuar escribiendo. A partir de ahí sus apremios fueron otros. Es un caso diverso al de Celan, quien fue invadido por un silencio paulatino al que atraviesan iluminaciones de lenguaje. Rimbaud fue colmado de un modo tal por la vivencia poética que tal vez haya agotado muy pronto las necesidades visionarias de su adolescencia y desde entonces comenzó a experimentar esas necesidades sombrías, diría yo, de relacionarse con la realidad, que lo llevaron al sufrimiento final tan bien descrito por Vitier en su imagen del poeta. No recuerdo, aparte de estos dos, a otros poetas que nos den un testimonio tan vívido de esta problemática; está clara en ambos la presencia de un agotamiento de la escritura y de una intensa relación con el silencio. En el caso de Celan, incluso en el fragor de lo creativo; en el de Rimbaud, en su encaminarse a otros ámbitos y otras iluminaciones.

J. L. A.: Recuerdo que cuando Ernesto Cardenal, en el monasterio de Kentucky, experimentó la prohibición de la escritura, pudo vivir no sólo la plenitud de la meditación y del silencio, sino que además reencontró los valores de la palabra en la realidad, como si las cosas fueran también palabras.

E. S.: Cuando los hombres, y también en la Biblia hay ejemplos de ello, son capaces de un diálogo silencioso con una realidad que los trasciende, sienten al parecer un impulso mayor hacia la palabra; es como un tránsito que luego requiere ser relatado. E incluso sabiendo que es insuficiente, nos dejan una escritura; es el caso, una vez más, de San Juan o del propio Cardenal: es el silencio que precede al cántico y no el silencio devastador de Rimbaud o Celan. En Nupcias, de Cintio Vitier, hallamos de nuevo la conjunción de conocimiento y alabanza en la poesía y tal vez pueda decirse que esta es una experiencia común a los poetas de raíz cristiana. No hablo del poeta que vive en un contexto cristiano o que se sirve de una tradición cristiana, sino de quien ha tenido el cristianismo como experiencia íntima.

O. P.: ¿Por qué no escribes tú poesía?

E. S.: Primeramente, por una fuerte tendencia en mí a la intelección racional del mundo. La realidad no se me ha entregado como posible canto, sino como misterio que hay que llegar a comprender mediante la razón. Durante muchos años intenté acceder al centro de los textos poéticos por el afán de penetrar el sentido primario, sin observar las totalidades o considerar las resonancias. Después me fui dando cuenta de que la poesía es un mundo muy distinto que necesita ser escuchado sin las usuales pretensiones de la razón. En la adolescencia tuve una fuerte inclinación a las matemáticas, porque suponía que ello me permitiría conocer el mundo de un modo más riguroso; luego entendí que también esa era una realidad tan misteriosa como la que nos expresan los poemas. Tuve que admitir entonces que el camino hacia el centro de lo real era tan lento y dudoso por las vías racionales que la forma de conocimiento con la cual más me iba a identificar era la poesía, pero la poesía que leo en otros, porque ante la que yo podría escribir algo me dice “No, no vas a poder decirle nada a nadie”, y entonces me abstengo. Quizá es ingenuo pensar que estoy diciendo algo por la vía del ensayo, pero quizá pueda al menos comunicar un respeto íntimo por la grandeza de la poesía. Yo veo un paisaje y ese paisaje me comunica muchas cosas, menos palabras que puedan ser llevadas a un texto. La primera impresión que tengo es la de la distancia, el espacio en el cual puedo moverme; luego empiezo a ver detalles, en la relación agresiva o amable que puedan tener conmigo. Pero más que a la lírica, tendría que apelar a la retórica para describir estos dramas de la conciencia, mientras que en el ensayo me es dado compartir con otros una transformación interior, es decir, cómo un poema ha logrado transformar mi vida. Y sin decir que el poema ha transformado mi vida, puedo comunicarles lo que vi para que ellos también lo puedan ver. Por eso el ensayo en Vitier tiene esa fuerza, porque más que detalles de forma, nos transmite resonancias que llegan a la intimidad del lector, a la manera de una irradiación que parte desde el poeta mismo. Un poeta no debe interesarnos tanto por la belleza del estilo o la musicalidad. Ahí está Lezama, a veces tan ríspido e incluso de ingrata lectura, pero nos está enseñando a mirar las interrelaciones ocultas que actúan en lo real. Y Vitier, como crítico, desde sí mismo nos ayuda a ver lo que Lezama vio y contribuye a que también nosotros podamos mirar de esa manera, un modo capaz de revelarnos mucho de lo grande que hay en un poeta.

O. P.: Lezama tiene a veces el sonido de lo científico, en su modo de asociar ritmos y temas de la realidad. Y esto también, por cierto, ha sido notado por Cintio.

E. S.: Fíjate en Dador, porque no se trata en primera instancia de un testimonio lírico sino de una exaltación, de una crónica monumental –de nuevo me viene a la memoria la poesía de Perse– en la que se nos entrega la desmesura de lo real, del macrocosmos observado en el microcosmos de las pequeñas cosas cotidianas. En ese sentido creo que Lezama supera incluso el barroco de Quevedo y Góngora, excelencias formales aparte. Otros poetas contemporáneos, como Wallace Stevens o Montale, han investigado también esas zonas. Lezama ha formulado un orden, un cosmos que antes de él parecía indecible.

O. P.: ¿Qué piensas de la crítica al crítico que Rilke hace en sus Cartas a un joven poeta?

E. S.: Bueno, si la crítica no participa en el enriquecimiento de las imágenes que el propio poeta nos entrega, es un fracaso, como decía Rilke. Por algo la crítica es posterior a la escritura poética: los grandes textos homéricos, así como las realizaciones de la Edad de Oro de la poesía china no tuvieron críticos hasta mucho después. En Occidente hay que esperar hasta la época alejandrina. Es decir, que la crítica parece ser una experiencia del agotamiento.

O. P.: Como un segundo aire de la escritura.

J. L. A.: Por eso es tan melancólica.

E. S.: Claro, siempre va detrás y no sólo en el sentido cronológico, sino además en cuanto a la limpidez de los hallazgos que el poeta suele entregarnos de lo real, y por eso, efectivamente, es raras veces jubilosa. Sin embargo, también puede cumplir tareas muy felices; a mí la crítica que Vitier hace de Casal me parece más grande que Casal mismo, afirmación esta que ha de parecer un sacrilegio para los casalianos. Hay un Casal que yo no supe ver y que sólo veo y me proporciona alegría cuando Vitier me lo entrega, con una impulsión que, por sí misma, justifica la tarea de la crítica y el ensayo. Es decir, que el poeta no es para mí sólo lo que yo soy capaz de ver, sino lo que otros han visto y me pueden comunicar. Ya no sabemos si estamos leyendo a Casal, o a Casal desde Vitier, y esto hace posible que veamos el pasado de otra manera, recrear la poesía.

O. P.: Esto recuerda a Chuang Tzu y su sueño con la mariposa y me hace pensar en cómo, por ejemplo, el I King se fue enriqueciendo a lo largo de los siglos con comentarios que hicieron que las visiones originales se volvieran inteligibles. ¿No será que a veces tomamos por crítica lo que no es otra cosa que comentario?

E. S.: Cuando pensamos en la relación Casal-Vitier, Casal-Lezama o Casal-García Vega, puede hablarse de una convivencia de crítica y comentario, de observación y revelación que escapa a los límites tradicionales de la crítica. En realidad, al margen de cualquier interpretación, es preferible ese primer diálogo con el poema, desnudo, y luego buscaremos cautelosamente aquellos críticos que nos van a dar nuevas perspectivas, nos van a ayudar a deshacer los bloqueos que siempre tiene la lectura.

O. P.: Lo cual hace imaginar un libro de poemas construido a la manera del I King; es decir, los versos originales acompañados de sus comentaristas más lúcidos.

E. S.: Sería maravilloso leer a Casal en compañía de Vitier, Lezama o García Vega.

O. P.: En lo que concierne a la reflexión acerca de la poesía, ¿cómo distingues al estudioso del maestro?

E. S.: El estudioso, viniendo desde afuera, intenta valorar un fenómeno, como en el encuentro de un botánico y una planta. El maestro llega desde adentro para hablarnos de lo que hay más allá y de cómo relacionarnos con lo que él ha encontrado. En pocas palabras, el estudioso es un investigador de valores y el maestro es un revelador de lo desconocido, porque vive cada experiencia como única e irrepetible sin crear o fijarse en categorías.

J. L. A.: Por eso suelen fracasar los métodos de interpretación, porque tienden a generalizar una forma de aproximarse y cada elemento de la realidad, o cada poema, lleva implícita su propia crítica, su propio signo.

E. S.: En realidad, la crítica es una vivencia piadosa, se entremezcla con el ejercicio de la piedad, por la atención a cada cosa por lo que ella es en sí misma. Y al final, todo poema es una plegaria porque desde el momento en que hay un diálogo entrañable con la realidad, ya aparece la plegaria. Si vemos la vida sólo como un conjunto de puros hechos inmanentes, la realidad se nos hará cada vez más ruinosa. Nuestras reflexiones deben ir siempre más allá y no vale la pena discutir si la realidad es sólo esto o si existen otros significados, porque la necesidad de significaciones ulteriores forma parte, de hecho, de la realidad misma.

J. L. A.: Si la realidad, como muchos afirman, estuviera conformada únicamente por hechos, no tendría entonces sentido que existieran la alegría y el dolor.

E. S.: Exactamente, e incluso cuando gracias a la ciencia nos encontramos con ideas tan alucinantes como la de la expansión del universo, debemos sentir que la realidad va siempre más allá de los hechos comprobados de la materia. Y, en verdad, por el espíritu podemos explicarnos la materia, ya sea la expansión del universo, las leyes de la genética o el funcionamiento de mi propio cuerpo, y la poesía es parte de todo este conocimiento, de toda esta creación. Tenía que haber poesía, de la misma manera que tenía que haber espacio y tiempo, animales y plantas, luz y tinieblas. Y recordemos, en fin, el principio antrópico según el cual este planeta, antes de la aparición de la raza humana, tenía las condiciones que tenía porque venía el hombre.

O. P.: Una última pregunta, ¿cómo crees que lo hispano sobrevive hoy en nuestra poesía?

E. S.: Bueno, la sangre hispana tiende a la sobreabundancia y una prueba de ello es la conversación que hoy hemos tenido.

2002


* Esta entrevista está recogida en el libro Ensayos inconclusos (Letras Cubanas, La Habana, 2009), de Enrique Saínz. Se reproduce aquí con la autorización del autor.

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