Arthur Rimbaud

Poco más o menos a la edad de quince años escribió Rimbaud “Un corazón bajo la sotana”, uno de sus pocos textos narrativos, o al menos uno de los pocos que se conserva. Sus demás escritos en prosa son, básicamente, las Iluminaciones y Una temporada en el infierno, conjuntos de poemas con los que continuaba la senda abierta por Aloysius Bertrand, Charles Baudelaire y el Conde de Lautréamont, e indagaba en las posibilidades expresivas de esa suerte de género anfibio con el que es posible regresar a los orígenes del lenguaje y verlo, sentirlo, y expresarlo todo. Con dichas búsquedas consolidaba Rimbaud la epopeya de la poesía contemporánea y nos ofrecía uno de los más sólidos ejercicios artísticos que hayamos visto hasta la fecha.

No alcanza, sin embargo, “Un corazón bajo la sotana” las excelencias de la poesía del iluminado niño de las Ardenas. Es sólo un anticipo, una señal jocosa de la futura rebelión que arrasaría –en lo literario– con los cimientos de la cansada cultura europea para hacerla renacer de sus propias cenizas. Y más de una vez, supongo. En este relato el adolescente ensaya su visión mordaz y heterodoxa del mundo y de la sociedad; nos cuenta la vida gris y un tanto grotesca de un seminarista que está a punto de caer en el trastorno de la tentación carnal y que, para colmo de males, escribe versos ambiguos cargados de una morbosa ingenuidad. Es este texto, en suma, una fiesta de las alusiones y los dobles sentidos, de la polisemia, del valor de los símbolos y las entelequias para la literatura.

Escrito y luego desatendido por su autor, “Un corazón bajo la sotana” hubo de esperar hasta 1924 para que André Breton y Louis Aragon lo publicaran, primero en la revista Litterature y luego en una plaquette aparecida en París bajo el sello del librero-editor Ronald Davis. Su traducción inicial al español ocurrió en 1959, cuando Mario Vargas Llosa, en ese entonces con 23 años, la realizó para una jamás cumplida edición universitaria. En verdad, esa versión vio la luz en Lima en 1989 y luego en España (Editorial Renacimiento, Málaga, 1999), acompañada de un excelente prólogo del novelista peruano que nos introduce de forma esclarecedora en los intríngulis del texto.

Hasta donde sé, esta es una de sus pocas traslaciones al español. A diferencia de Vargas Llosa, he preferido insistir en el carácter escatológico de algunos pasajes por considerarlos vitales desde el punto de vista conceptual, aunque –y esto sí de consuno con el creador de La fiesta del chivo— he puesto especial cuidado en serle fiel al espíritu de Rimbaud y no he pretendido “arreglar” sus imprecisiones narrativas y sus descuidos con los tiempos verbales. Rimbaud fue, sobre todas las cosas, un visionario, y la imagen le importaba mucho más que la lógica y la técnica. Ojalá esta lección del joven narrador francés ayude a convencernos de la importancia de que, tanto en prosa como en verso y en lírica como en épica, lo de veras importante es La Poesía.

Jesús David Curbelo

Un corazón bajo la sotana

Intimidades de un seminarista

¡Oh, Timotina Labinette! Hoy que he vestido el hábito sagrado, puedo recordar la pasión, ahora fría y dormida bajo la sotana, que el año pasado hizo batir mi corazón de joven bajo mi capote de seminarista…

1ro de mayo, 18…

- Anuncio -Maestría Anfibia

Llegó la primavera. La vid del abate*** brota en su tiesto: el árbol del patio tiene pequeños retoños tiernos como gotas verdes sobre sus ramas; el otro día, al salir del aula, vi por la ventana del segundo algo como el hongo nasal del Sup***. Los zapatos de J*** huelen un poco, y he observado que los alumnos salen frecuentemente a… en el patio; antes vivían en el aula como topos, amontonados, hundidos en sus vientres, estirando las caras rojas hacia la estufa, con un resuello espeso y caliente como el de las vacas. Ahora permanecen por largo tiempo al aire y, cuando retornan, sonríen socarrones, y cierran el istmo del pantalón minuciosamente –no, me engaño, muy lentamente– y con modales, parecen complacerse, maquinalmente, con esta operación de por sí tan fútil.

2 de mayo…

El Sup*** bajó ayer de su cuarto y, cerrando los ojos, las manos escondidas, temeroso y friolento, dio cuatro pasos en el patio arrastrando sus pantuflas de canónigo.

Y he aquí que mi corazón comienza a batir en mi pecho, y mi pecho a golpear contra el pupitre grasiento. ¡Ah, cómo detesto ahora el tiempo en que los alumnos eran como gordas ovejas sudando en sus hábitos sucios, y dormían en la atmósfera apestosa del aula, bajo la luz del gas, al calor soso de la estufa! Estiro los brazos, suspiro, extiendo las piernas… Siento unas cosas en la cabeza, ¡ah!, qué cosas…

4 de mayo…

Mirad, ayer, no resistía más: oí, como el ángel Gabriel, las alas de mi corazón. El aliento del espíritu sagrado recorrió mi ser. Tomé mi lira y canté:

Aproximaos
Gran María
Madre querida
Del dulce Jesús
Sanctus Christus
Oh, Virgenencinta,
Oh, Madre Santa,
Acógenos.

¡Ah!, si supierais los efluvios misteriosos que sacudían mi alma en tanto deshojaba esta rosa poética. Tomé la cítara y, como el Salmista, elevé mi voz inocente y pura a las celestes altitudes. ¡Oh, altitudoaltitudinum!

7 de mayo…

Ay, mi poesía ha replegado sus alas, pero, como Galileo, diré, agobiado por el ultraje y el suplicio: ¡y, sin embargo, se mueve! –Leed: se mueven–. Yo había cometido la imprudencia de dejar caer la precedente confidencia. J*** la recogió, J***, el más feroz de los jansenistas, el más riguroso de los secuaces del Sup***, y la llevó a su amo, en secreto; pero el monstruo, para hacerme zozobrar bajo el insulto universal, había hecho circular antes mi poesía entre las manos de todos sus amigos.

Ayer, el Sup*** me llama; entro en su pieza, estoy de pie ante él, confiado de mí mismo. Sobre su frente calva temblaba como un relámpago furtivo su último cabello rojo; sus ojos emergían de su grasa, pero calmos, apacibles; su nariz, semejante a un mazo, se movía con su bamboleo habitual; cuchicheaba un oremus; mojó la extremidad del pulgar, volteó algunas páginas de un libro, y sacó un papelito grasiento, doblado…

¡GraaaaanMaaaríaaaa!
¡MaaaadreeQueeeridaaa!

¡Rebajaba mi poema! ¡Escupía sobre mi rosa! Se hacía el alcornoque, el pepón, el estúpido, para manchar, para envilecer ese canto virginal. Tartajeaba y prolongaba cada sílaba con una risita de odio concentrado, y cuando llegó al quinto verso –Virgen enciiinta–, se detuvo, torció su nariz y estalló: ¡Virgen encinta! ¡Virgen encinta! Decía aquello con un tono, frunciendo con un escalofrío su abdomen prominente, con un tono tan horrible, que un púdico rubor cubrió mi frente. Caí de rodillas, los brazos hacia el techo, y grité: ¡Oh, Padre mío!…

*   *   *

—¡Vuestra liiira! ¡Vuestra cítara! ¡Joven! ¡Vuestra cítara! ¡Efluvios misteriosos que os sacuden el alma! Hubiera querido verlo. Alma joven, noto ahí dentro, en esta confesión impía, algo de mundano, un abandono peligroso, un impulso, en suma.

Calló, estremeció de arriba abajo su abdomen y prosiguió, solemne:

—Joven, ¿tenéis fe?

—Padre, ¿por qué esa palabra? ¿Vuestros labios bromean?… Sí, yo creo en todo lo que dice mi madre… la Santa Iglesia.

—Pero… ¡Virgen encinta! Eso es la concepción, joven, ¡la concepción!

—Padre, yo creo en la concepción.

—Tenéis razón, joven. Es una cosa… –calló; luego dijo:– El joven J*** me ha hecho un informe donde constata una separación de piernas, cada día más notoria, en vuestro porte en el aula; afirma haberos visto estirar a todo largo bajo la mesa, a la manera de un joven… desgarbado. Son hechos ante los cuales no tenéis nada que responder. Acercaos, de rodillas, muy cerca de mí; voy a interrogaros con dulzura; responded: ¿separáis mucho las piernas en el aula?

Después puso su mano en mi hombro, alrededor de mi cuello, y sus ojos se aclaraban, y me hacía decirle unas cosas sobre la separación de las piernas… Basta, prefiero deciros que fue repugnante, yo que sé bien lo que quieren decir esas escenas.

Así, pues, me habían chivateado, habían calumniado mi corazón y mi pudor –y yo no podía decir nada: los informes, las cartas anónimas al Sup*** de unos alumnos contra otros, eran autorizados y ordenados–, y yo tenía que venir a este cuarto, a caer en las manos de ese gordo. ¡Ah, el seminario!

*   *   *

10 de mayo…

Mis condiscípulos son espantosamente malvados y espantosamente lascivos. En el aula, saben todos esos profanos la historia de mis versos y, enseguida que vuelvo la cabeza, encuentro la cara del asmático D*** que me farfulla: ¿Y tu cítara? ¿Y tu cítara? ¿Y tu diario? Después, el idiota de L*** prosigue: ¿Y tu lira? ¿Y tu cítara? Luego tres o cuatro susurran en coro:

Gran María
Madre Querida

Soy un buenazo. Jesús, no me doy de patadas en vano. Pero, en fin, no soy un chivato, no escribo anónimos, y tengo a mi favor mi santa poesía y mi pudor.

12 de mayo…

¿No adivináis por qué muero de amor?
La flor me dice: salud; el pájaro me dice: buenos días.
Salud: esta es la primavera, el ángel de ternura.
¿No adivináis por qué ardo de embriaguez?
Ángel de mi guarda, ángel de mi linaje,
¿no adivináis que me convierto en pájaro,
que mi lira se agita y que bato las alas
como una golondrina?…

Hice estos versos ayer, durante el recreo; entré a la capilla, me encerré en un confesionario y, allí, mi joven poesía pudo alzarse y volar, en el sueño y el silencio, hacia las esferas del amor. Luego, como sé que me roban de los bolsillos hasta los menores papeles, igual de día que de noche, cosí esos versos al bajo de mi último vestido, el que toca mi piel y, durante el estudio, pongo, bajo los hábitos, mi poesía sobre mi corazón y la aprieto largamente, soñando…

15 de mayo…

Los sucesos se han apresurado después de mi última confidencia; sucesos muy solemnes, sucesos que deben de influir sobre mi vida futura e interior de una manera sin duda terrible.

¡TimotinaLabinette, yo te adoro!
¡TimotinaLabinette, yo te adoro!

¡Te adoro! ¡Déjame cantar en mi laúd, como el divino Salmista en su Salterio, cómo te he visto y cómo mi corazón ha brincado hacia el tuyo para un eterno amor!

El jueves era día de salida; salimos por dos horas; salí. Mi madre, en su última carta, me había dicho: “irás, hijo, a entretenerte el día de tu salida a casa del señor CesarinoLabinette, contertulio de tu difunto padre, al cual es preciso seas presentado alguna vez antes de tu ordenación…”.

Me presenté al señor Labinette, que me lo agradeció mucho y me relegó, sin decir palabra, a su cocina; su hija, Timotina, quedó sola conmigo; agarró un paño, secó un tazón ventrudo apoyándolo contra su corazón y me dijo de golpe, después de un largo silencio: ¿Y bien, señor Leonardo?

Hasta allí, confundido por verme con esa joven criatura en la soledad de la cocina, yo había bajado los ojos e invocado en mi corazón el nombre sagrado de María; levanté la frente, enrojeciendo, y, ante la belleza de mi interlocutora, no pude menos que balbucir un apocado: ¿Señorita?

¡Estabas tan bella, Timotina! Si fuera pintor, reproduciría sobre el lienzo tus rasgos sagrados bajo este título: “La Virgen del Tazón”. Pero sólo soy un poeta y mi lengua no puede celebrarte más que incompletamente…

La negra cocina, con sus huecos donde llameaban las brasas como ojos colorados, dejaba escapar, de las cacerolas de hebras humeantes, un olor celestial de sopa de coles y judías; y ante ella, aspirando con tu dulce nariz el olor de esas legumbres, mirando tu gordo gato con tus bellos ojos grises, ¡oh, Virgen del Tazón, secabas tu vasija! Las bandas lisas y claras de tus cabellos se pegaban púdicamente a tu frente amarilla como el sol; de tus ojos bajaba un surco azulado hasta el medio de tus mejillas, como Santa Teresa; tu nariz, plena del olor de las judías, ensanchaba sus ventanas delicadas; un bozo ligero, serpenteando sobre tus labios, contribuía a darle una bella energía a tu rostro; y, en tu mentón, brillaba un hermoso lunar pardo donde temblaban bonitos vellos; tus cabellos estaban recatadamente recogidos en el cogote por las horquillas, pero una corta mecha se rebelaba… Yo buscaba en vano tus senos; no tienes: desdeñas esos ornamentos mundanos: ¡tu corazón y tus senos!… Cuando te volviste para golpear con tu largo pie a tu gato dorado, vi tus omóplatos que brotaban y alzaban tu vestido, ¡y fui traspasado de amor ante el contoneo gracioso de los dos arcos pronunciados de tus caderas!…

Desde ese momento, te adoré: adoraba no tus cabellos, no tus omóplatos, no tu contoneo inferiormente posterior: lo que amo en una mujer, en una virgen, es la modestia santa; aquello que me hace brincar de amor, es el pudor y la piedad; ¡eso es lo que adoraba en ti, joven pastora!…

Yo trataba de hacerle ver mi pasión, pero, por otra parte, mi corazón, mi corazón me traicionaba. Yo no respondía más que palabras entrecortadas a sus preguntas: algunas veces, le dije Señora en lugar de Señorita, en mi confusión. Poco a poco, bajo los acentos mágicos de su voz, me sentía sucumbir; finalmente, decidí abandonarme, descuidarlo todo; y, ante no sé qué pregunta que ella me dirigió, me eché hacia atrás en mi silla, puse una mano sobre mi corazón, con la otra cogí en mi bolsillo un rosario del que dejé pasar la cruz blanca y, con una ojo hacia Timotina y el otro hacia el cielo, respondí dolorosa y tiernamente, como un ciervo a una cierva:

—¡Oh, sí, señorita… Timotina!

¡Miserere! ¡Miserere! —En mi ojo deliciosamente abierto hacia el techo cae de pronto una gota de salmuera, desprendida de un jamón que planeaba encima de mí y, cuando, completamente rojo de vergüenza, despertado de mi pasión, yo bajaba la frente, me percaté de que tenía en la mano izquierda, en lugar del rosario, un biberón oscuro –mi madre me lo había confiado el año pasado para dárselo al pequeño de una tipeja–. Del ojo que se dirigía al techo corrió la salmuera amarga; pero del ojo que te miraba, ¡oh, Timotina!, una lágrima fluyó, lágrima de amor, lágrima de dolor.

Algún tiempo después, una hora quizá, cuando Timotina me anunció una merienda compuesta de judías y una tortilla de tocino, conmovido por sus encantos, respondí a media voz:

—¡Tengo el corazón tan repleto que, vea usted, me arruinaría el estómago! –Y me senté a la mesa; ah, lo siento todavía, su corazón había respondido al mío en su llamado: durante la corta merienda ella no comió nada.

—¿No sientes que huele raro? –repetía ella; su padre no comprendía; pero mi corazón comprendió: era la Rosa de David, la Rosa de Jeseo, la Rosa mística de la Escritura; ¡era el Amor!

Ella se levantó bruscamente, fue hasta un rincón de la cocina y, mostrándome la doble flor de sus caderas, hundió el brazo en un montón informe de botas y calzados diversos, de donde escapó su gordo gato, y echó todo eso en una vieja alacena vacía; después retornó a su sitio e interrogó la atmósfera de forma inquieta; de golpe, frunció la frente y gritó:

—¡Huele todavía!…

—Sí, huele –respondió su padre bastante tontamente (él no podía comprender, el profano).

Me percaté bien de que todo aquello no era más, en mi carne virgen, que los movimientos interiores de la pasión. La adoraba y saboreaba con amor la tortilla dorada, y mis manos marcaban el compás con el tenedor y, bajo la mesa, ¡mis pies temblaban de contento dentro de mis zapatos!

Pero, lo que para mí fue un rayo de luz, aquello que fue como una prenda de amor eterno, como un diamante de ternura de parte de Timotina, fue la adorable atención que tuvo, al momento de mi partida, de ofrecerme un par de calcetines blancos, con una sonrisa y estas palabras:

—¿Quiere esto para sus pies, señor Leonardo?

16 de mayo…

Timotina, te adoro, a ti y a tu padre, a ti y a tu gato…

Timotina Vas devotionis,
Rosa mystica,
TurrisDavidica, Ora pro nobis!
Caeli porta,
Stella maris,

17 de mayo…

¿Qué me importan en el presente los ruidos del mundo y los ruidos del aula? ¿Qué me importan aquellos que la pereza y la languidez curvan a mi lado? Esta mañana, todas las frentes, pesadas por el sueño, estaban pegadas a las mesas; un ronquido, semejante al clamor del clarín del Juicio Final, un ronquido sordo y lento se elevaba desde ese vasto Getsemaní. Yo, estoico, sereno, erecto y elevándome por encima de todos esos muertos como una palmera por encima de las ruinas, desdeñoso de los olores y los ruidos incongruentes, sostenía mi cabeza en la mano, escuchaba latir mi corazón lleno de Timotina, y mis ojos se sumergían en el azul del cielo, entrevisto por el vidrio superior de la ventana…

18 de mayo…

Doy gracias al Espíritu Santo que me ha inspirado estos versos encantadores; esos versos, voy a engastarlos en mi corazón y, cuando el cielo me conceda ver otra vez a Timotina, ¡se los entregaré a cambio de esos calcetines!
Lo he titulado “La brisa”:

En su retiro de algodón
Duerme el céfiro su dulce aliento:
En su nido de seda y de lana
¡Duerme el céfiro de alegre mentón!

Cuando el céfiro eleva el ala
En su retiro de algodón,
Cuando corre donde la flor lo llama,
¡Su dulce aliento huele tan bien!

¡Oh, brisa quintaesenciada!
¡Oh, quintaesencia del amor!
Cuando el rocío se seca
¡Cómo huele el día de bien!

Jesús, José, Jesús, María,
Es como un ala de cóndor:
Amodorra a aquel que reza
Y nos penetra y nos aduerme.

El final es demasiado interior y demasiado suave: yo lo conservo en el tabernáculo de mi alma. En la próxima salida, leeré esto a mi divina y olorosa Timotina.
Esperemos en la calma y el recogimiento.

Fecha incierta. — ¡Esperemos!

16 de junio…

Señor, que vuestra voluntad se haga: no opondré ningún obstáculo. Si queréis alejar de vuestro servidor el amor de Timotina, libre sois de hacerlo, sin duda; pero, Señor Jesús, ¿no habéis amado vos mismo?, ¿la lanza del amor no os hizo condescendiente con los sentimientos de los desdichados? ¡Rogad por mí!

Ah, esperaba desde hacía largo tiempo esta salida de dos horas del 15 de junio. Yo había constreñido mi alma, diciéndole: serás libre ese día. El 15 de junio, peiné mis pocos y modestos cabellos y, usando una aromática pomada rosa, los pegué a mi frente, como las bandas de Timotina; me embadurné también las cejas; yo había cepillado minuciosamente mis hábitos negros, disfracé diestramente ciertos déficits fastidiosos en mi tocado, y me presenté ante la esperada campanilla del señor Cesarino Labinette. Este vino, después de un buen rato, el gorro arrogantemente caído sobre la oreja, una mecha de cabellos rígidos y muy engomados marcándole el rostro como una cicatriz, una mano en el bolsillo de su bata de flores amarillas, la otra sobre el picaporte… Me disparó unos secos buenos días, frunció la nariz al echar una ojeada a mis zapatos de cordones negros, y fue delante de mí, las manos en sus dos bolsillos, recogiendo su bata como hace el abate con su sotana, y modelando ante mis miradas su parte inferior.

Lo seguí.

Atravesó la cocina, y entré, tras él, en su salón. ¡Oh, ese salón! Lo he fijado en mi memoria con los alfileres del recuerdo. La tapicería era de flores pardas; sobre la chimenea, un enorme péndulo de madera negra, con columnas; dos floreros azules con rosas; en las paredes, un cuadro de la batalla de Inkermann, y un dibujo a lápiz de un amigo de Cesarino, que representaba un molino con su rueda abofeteando un arroyuelo semejante a un gargajo, dibujo que tiznan todos aquellos que comienzan a pintar. ¡La poesía es tan preferible!…

En medio del salón, había una mesa tapizada de verde, alrededor de la cual mi corazón vio solo a Timotina, a pesar de que allí se hallaba un amigo del señor Cesarino, antiguo ejecutor de obras pías en la parroquia de ***, y su esposa, la señora de Riflandouille, y de que el propio señor Cesarino vino a acodarse de nuevo en ella apenas entré.

Tomé una silla acolchonada, pensando que una parte de mí mismo iba a apoyarse sobre una tapicería hecha sin duda por Timotina, saludé a todo el mundo y, colocando mi sombrero negro sobre la mesa, delante de mí, como una muralla, escuché…

Yo no hablaba, pero hablaba mi corazón. Los señores continuaron la partida de cartas comenzada: noté que trampeaban a cuál mejor, y esto me causó una sorpresa bastante dolorosa. No bien terminada la partida, esas personas se sentaron en círculo en torno a la chimenea vacía; yo estaba en un rincón, casi oculto por el enorme amigo de Cesarino, cuya silla era lo único que me separaba de Timotina; me alegré interiormente de la poca atención que se le daba a mi persona; relegado tras la silla del sacristán honorario, podía dejar ver en mi rostro los movimientos de mi corazón sin que nadie lo advirtiera; me entregué, así, a un dulce abandono; y dejé que la conversación se iniciara y se caldeara entre esas tres personas; porque Timotina hablaba sólo raramente; ella lanzaba a su seminarista miradas de amor y, no osando mirarlo a la cara, ¡dirigía sus ojos claros hacia mis zapatos bien lustrados! Yo, detrás del gordo sacristán, me entregaba a mi corazón.

Comencé por inclinarme en dirección a Timotina, elevando los ojos al cielo. Ella se había vuelto. Me levanté y, la cabeza inclinada hacia mi pecho, dejé escapar un suspiro; ella no se movió. Me abotoné, moví los labios, hice un ligero signo de la cruz; ella no vio nada. Entonces, transportado, furioso de amor, me agaché demasiado hacia ella, uniendo mis manos como en la comunión y lanzando un ¡ah!… prolongado y doloroso; ¡Miserere!, en tanto que gesticulaba y rezaba, caí de mi silla con un ruido sordo, y el grueso sacristán se volvió riendo burlonamente, y Timotina dijo a su padre:

—¡Vaya, el señor Leonardo que rueda por el suelo!

Su padre rio sardónicamente. ¡Miserere!

El sacristán me reinstaló, rojo de vergüenza y débil de amor, sobre mi silla acolchonada, y me hizo sitio. Pero yo bajaba los ojos, yo quería dormir. Esta sociedad me importunaba, no adivinaba el amor que sufría, allí, en la sombra: ¡yo quería dormir, pero escuché que la conversación giraba hacia mí!…

Entreabrí débilmente los ojos…

Cesarino y el sacristán fumaban, cada uno, un delgado cigarro, con todos los melindres posibles, lo que tornaba sus personas espantosamente ridículas; la señora sacristana, al borde de su silla, el hundido pecho echado hacia delante, teniendo tras ella todas las olas de su bata amarilla que se le hinchaban hasta el cuello, y abriendo alrededor de ella su único volante, deshojaba deliciosamente una rosa: una sonrisa horrible entreabría sus labios, y mostraba en sus encías magras dos dientes negros, amarillos, como la losa de una vieja chimenea. –Tú, Timotina, estabas bella, con tu cuello blanco, tus ojos bajos y tus bandas lisas.

—Es un joven de porvenir; su presente inaugura su futuro –decía el sacristán dejando escapar un chorro de humo gris.

—Oh, el señor Leonardo dará lustre al hábito –gangueó la sacristana, y los dos dientes aparecieron.

Yo me ruborizaba como un chico de bien; vi que las sillas se alejaban de mí y que cuchicheaban a cuenta mía…Timotina miraba siempre mis zapatos; los dos dientes sucios me amenazaban… El sacristán reía irónicamente; yo mantenía la cabeza baja…

—Lamartine ha muerto… –dijo de golpe Timotina.

¡Cara Timotina! Era por tu adorador, por tu pobre poeta Leonardo, que traías a la conversación el nombre de Lamartine; entonces, levanté la frente, sentí que el solo pensamiento de la poesía iba a devolver la virginidad a todos esos profanos, sentí mis alas palpitar, y dije, radiante, los ojos fijos en Timotina:

—¡Tenía bellos florones en su corona el autor de las Meditaciones poéticas!

—¡El cisne de los versos ha fallecido! –dijo la sacristana.

—Sí, pero cantó su canto fúnebre –repliqué, entusiasmado.

—Pero –exclamó la sacristana– ¡el señor Leonardo es poeta también! Su madre me mostró el año pasado algunos ensayos de su musa…

Jugué a ser audaz:

—Oh, señora, no he traído ni mi lira ni mi cítara; pero…

—¡Oh, vuestra cítara! Ya la traerá otro día…

—Mas, a pesar de todo, si ello no desagrada a la honorable concurrencia –y saqué un trozo de papel de mi bolsillo–, voy a leerles algunos versos… Los dedico a la señorita Timotina.

—Sí, sí, joven, muy bien. Recite, recite, colóquese al extremo de la sala…

Retrocedí… Timotina miraba mis zapatos… La sacristana hacía de Virgen; los dos señores se inclinaban uno hacia el otro… Enrojecí, tosí, y dije, cantando tiernamente:

En su retiro de algodón
Duerme el céfiro su dulce aliento:
En su nido de seda y de lana
Duerme el céfiro de alegre mentón.

Toda la asistencia reventó de risa: los señores se inclinaban el uno hacia el otro haciendo groseros retruécanos; pero lo más horroroso era el aire de la sacristana, que, los ojos al cielo, se hacía la mística, y sonreía con sus dientes atroces. ¡Timotina, Timotina, se partía de risa! Y lo que me perforó con daño mortal fue que ¡Timotina se sujetaba las costillas!

—¡Un dulce céfiro en el algodón, es suave, es suave! –decía, sorbiéndose los mocos, el padre Cesarino…

Creí percibir algo… Pero este estallido de risas no duró más que un segundo; todos ensayaban la forma de recobrar su seriedad, pero ventoseaban todavía de vez en cuando…

—Continúe, joven, ¡está bien, está bien!

Cuando el céfiro eleva el ala
En su retiro de algodón,
Cuando corre donde la flor lo llama,
¡Su dulce aliento huele tan bien!

Esta vez, una gran risa sacudió a mi auditorio; Timotina miraba mis zapatos, yo tenía calor, mis pies ardían bajo su mirada, y nadaban en el sudor; porque yo me decía: esas medias que llevo luego de un mes son un presente de su amor, esas miradas que echa a mis pies, son un testimonio de su amor: ¡ella me adora!

Y he aquí que no sé qué olorcito parecía salir de mis zapatos: oh, yo comprendí las risas horribles de la asamblea. Comprendí que, perdida en esta sociedad malintencionada, TimotinaLabinette, Timotina, ¡no podría jamás dar libre curso a su pasión! Comprendí que me era preciso devorar, a mí también, ese doloroso amor que brotó en mi corazón una tarde de mayo, en la cocina de los Labinette, ¡ante el contoneo posterior de la Virgen del Tazón!

Las cuatro –hora de la retirada– sonaban en el reloj de péndulo del salón; trastornado, ardiendo de amor y loco de dolor, agarré mi sombrero, me fugué volcando una silla, atravesé el corredor murmurando: adoro a Timotina, y hui hacia el seminario sin detenerme…

Los faldones de mi hábito negro volaban tras de mí, en el viento, como pájaros siniestros.

30 de junio

En lo sucesivo, dejo a la musa divina al cuidado de acunar mi dolor; mártir de amor a los dieciocho años, y, en mi aflicción, pensando en otro mártir del sexo que hace nuestras alegrías y nuestras dichas, no poseyendo a aquella a quien amo, ¡voy a amar la fe! Que Cristo y María me acojan en su seno: yo los sigo; no soy digno de desanudar los cordones de las sandalias de Jesús; pero tengo mi dolor, mi suplicio. Yo también, a los dieciocho años y siete meses, porto una cruz, una corona de espinas, pero, en la mano, en lugar de una caña, llevo una cítara. ¡Ese será el bálsamo para mi herida!

Un año después, 1ro de agosto

Hoy me han revestido con el hábito sagrado; voy a servir a Dios; tendré un curato y una modesta sirvienta en un rico poblado. Tengo la fe, tendré salud y, sin ser dispendioso, viviré como un buen servidor de Dios con su sirvienta. Mi Madre la Santa Iglesia me calentará en su seno: ¡Bendita sea! ¡Bendito sea Dios!

En cuanto a esta pasión cruelmente querida que encierro en el fondo de mi corazón, sabré soportarla con constancia: sin revivirla precisamente, podría llamarla alguna vez en mi recuerdo; ¡esas cosas son tan dulces! –Por lo demás, yo había nacido para el amor y para la fe–. Puede ser que un día, de vuelta en esta ciudad, tenga la felicidad de confesar a mi cara Timotina. Además, conservo de ella un dulce recuerdo: hace un año que no me quito los calcetines que ella me dio…

¡Esas medias, Dios mío, las guardaré en mis pies hasta en vuestro santo Paraíso…!

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].
JESÚS DAVID CURBELO
Jesús David Curbelo (Camaguey, 1965). Escritor y traductor. Se ha desempeñado como profesor de literatura en la Universidad de La Habana y en el Instituto Superior de Arte de Cuba. Ha traducido al español a John Donne, William Blake, Dante Alighieri, Edgar Lee Masters, entre otros autores. Ha publicado las novelas Inferno (1999) y Cuestiones de agua y tierra (2008); los cuadernos de poesía El mendigo de Dios (2004) y Cárcel, memoria y abrigo (2008); y los relatos Tres tristes triángulos (2000) y Otros cuentos de amor, de locura y de muerte (2006), entre otros libros. La antología Las quebradas oscuras (Editorial Letras Cubanas, 2008) recoge una selección personal de su poesía escrita hasta la fecha. Mereció el Premio Nacional de la Crítica Literaria en 2001 y en 2004 y el Premio Silvestre de Balboa 2006 al conjunto de su obra literaria.

2 comentarios

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí