Uno

El 25 de junio de 1929, y luego de haber pasado por Madrid, París y Londres, Lorca desembarca en el puerto de Nueva York adonde llega en el vapor SS Olympic que saliera del puerto de Southampton el día 19 de junio. Llega a Nueva York deseoso de alejarse de una dolorosa experiencia amorosa, en la que se ve rechazado por su amante bisexual, el escultor ruso español Emilio Aladrén Perojo; deseoso asimismo de alejarse de sus padres, a quienes adora, pero con quienes no puede sincerarse sobre sus preferencias sexuales. Llega buscando paliativos al vacío de amistad que le creara la ausencia de dos buenos amigos, Salvador Dalí y Luis Buñuel, que se han ido a París a filmar Un perro andaluz, alejamiento que deja a Lorca sumido en la tristeza. Y llega transido de preocupaciones religiosas, ya manifestadas poco antes en un poema de momento sin terminar, “Oda al Santísimo Sacramento”, comenzado en 1928 y que rematará durante su estancia en Cuba, en 1930. A esa angustia religiosa debemos, por último, añadir su necesidad íntima de buscar nuevas fronteras poéticas, otros espacios de reflexión y expresión que canalicen su interioridad atormentada. En 1940, Juan Larrea dirá que Lorca en Nueva York era “víctima de una torturadora crisis interior”. Esa crisis, llamémosla espiritual, tiene su paralelo en una crisis de expresión poética: las formas tradicionales, métricas, de las que hasta la fecha ha dependido en general su obra, le resultan ahora por completo insuficientes; su enorme instinto poético le dice que, de no salir de España, no podrá escribir poesía de un modo nuevo, que se condenará a los romances octosílabos y a los versos y poemas de tendencia breve y cantarina que lo han hecho famoso.

Todo ello explica la enorme actividad creadora de Lorca durante esta estancia fuera del seno materno, español y europeo, estancia americana que lo hace reventar en direcciones inusitadas, que, de algún modo, vislumbra e intuye, y que sin duda necesita y desea. Ello explica el enorme cúmulo de poemas, prosa biográfica (que incluye un manuscrito de cincuenta y tres páginas de carácter confesional que Lorca entregó a Philip Cummings, a quien le pidió que lo quemara si él moría, o no se lo pedía de vuelta en los próximos diez años: manuscrito que Cummings quemó) y teatro breve (como El público, comenzado en Nueva York y mayormente escrito en Cuba) que Lorca produce entre el 26 de junio de 1929, fecha en la que ya se encuentra instalado en su cuarto de Columbia University, y el 12 de junio de 1930, en que deja Cuba, donde pasara tres meses de recuperación de la difícil experiencia neoyorquina.

Dos

Entre el 25 de junio de 1929 y el 12 de junio de 1930, o si fijamos fecha por su llegada a Cádiz, que es 30 de junio de 1930, Lorca vive un año completo fuera de su país: en Nueva York nueve meses de extraño embarazo, y luego en Cuba tres meses de reposo tras un difícil parto. Nueva York, el desamor; Nueva York, la ciudad que obliga a Lorca a una revisión a fondo de su mundo interior y, sobre todo, de su modo de expresar poéticamente ese mundo interior. Cuba, por contra, tierra firme, espacio análogo, sensación de lo conocido. Cuba, el idioma propio aunque distinto, idioma americanizado, vivaz, mestizo. Una tierra exultante de sensualidad y erotismo donde recuperar fuerzas y banquetear el cuerpo entre amigos, olores, colores, rasgos y significados protectores. Nueva York y Cuba, dos polos, tal y como, por un lado, Poema del Cante Jondo (1921) o Romancero gitano (1924-1927) y, por el otro, Poeta en Nueva York (1929-1930). Así que pasen cinco años (1931) y El público (1933) son polos opuestos. Un bipolarismo que implica un trauma. Lorca, por un lado, quiere conservar su público, necesita ser querido, no se concibe a sí mismo desarraigado de su Granada natal y asfixiante: ese oxígeno enrarecido, esa comodidad arraigada, se han visto conmocionados con este largo viaje al extranjero. Un viaje que sabe necesario, y cuyos frutos, ristra de poemas, tiene entre sus manos: inicio de una nueva vida poética, de un recorrido diferente, con una marca, si bien desesperada y dolorosa, a su vez, nutricia y rica. Lorca se debate entre la comodidad de lo conocido y el desconcierto de lo nuevo. Así, al dividir Poeta en Nueva York en diez secciones, y ponerles a cada una títulos de fácil comprensión, intenta suavizar la enorme dificultad de los textos, como si pensara que, al facilitar la superficie de acceso al libro, pudiera engañar a un lector cautivo que creerá a pies juntillas en la accesibilidad de los poemas. Así, pues, títulos comprensibles, poemas “incomprensibles”. Así, pues, un intento por parte de Lorca de simplificar la interpretación de Poeta en Nueva York, para así llegar al gran público que lo mima y aclama. Lorca quiere evitarse la dolorosa experiencia del rechazo que recibió su breve obra teatral El público; experiencia que por necesidad le tiene que recordar, al menos inconscientemente, el rechazo amoroso de que fuera objeto en su relación frustrada, abortada, con Emilio Aladrén. En resumen, Lorca andaluz, granadino, español, europeo, un Lorca seguro de sí mismo y arraigado en su tradición, un Lorca protegido por padres, amigos, la fama, el contexto geográfico: el poeta invulnerable. Por otro lado (y pese a que en Nueva York Lorca estará protegido por amigos del calibre de Ángel Flores, Federico de Onís, León Felipe, Ángel del Río, Francisco Ayala, Ignacio Sánchez Mejías, o Lydia Cabrera y la familia Loynaz del Castillo en Cuba), este será un año de vulnerabilidad desarraigada, de crecimiento radical, de rumbo a la deriva, deambulaciones a la intemperie. Un Lorca protegido, agasajado, querido, siempre entre amigos intelectuales, de clase media y alta, blancos de raza, católicos de religión, se las tiene que ver en su interioridad con el trauma del desarraigo, el trauma americano del mestizaje, el desacoplamiento, la multiplicidad, el pluralismo desorbitado y muchas veces incómodo: la dificultad. La dificultad doble que representan el rey de Harlem, ese negro que es rey y conserje, que es “gran rey prisionero, con un traje de conserje”, y Walt Whitman, ese gran poeta renovador de la lengua y del modo extenso y democrático de hacer poesía, y que, a su vez, enfrenta su diferente sexualidad homosexual: sexualidad que ahora, por primera vez, el propio Lorca, entre negros americanos, enfrentará a fondo, en su vida, en su obra.

Tres

La trama no importa, sino lo traumático de estos poemas: traumático en el sentido griego de la palabra trauma, es decir, en cuanto herida. Poeta en Nueva York está hecho de poemas que desarrollan la herida, no al herido; dicen de la herida única, profunda, tajante que escinde al ser humano de su origen; la herida por la cual se ve expulsado, el trauma de la expulsión: no importan los episodios clínicos, reales o imaginarios del expulsado, del herido; importa la expulsión por la herida y la herida misma, de la que sangran todos los poemas de esta obra.

Cuatro

“Que púberes canéforas te ofrenden el acanto” es un conocido verso de Rubén Darío, de su conocido poema “Verlaine. Responso”. Lorca oyó una tarde recitar este verso en la residencia de estudiantes de Madrid; al oírlo, se dio media vuelta y le dijo a un estudiante de arquitectura amigo suyo, que estaba sentado a sus espaldas en la fila de atrás: “Oye, lo único que entendí fue el que.

Un Lorca ingenioso, simpático, con don de gentes, en verdad, seductor y bien avenido con todos. Un muchachón jovial y campechano: Lorca hace reír a los amigos, Lorca divierte y entretiene, improvisa canciones y compone (Falla se lamentará de que no se haya dedicado de lleno al piano y que encauzara su tremendo talento hacia la poesía); Lorca dibuja y pinta, es un gran conversador: espíritu polifacético, corazón pagano. Y otro Lorca, el muerto niño, el presagioso de las sombras, el asesinado vivaracho; un Lorca del amor oscuro, azarado y sombrío, rodeado de fantasmas, minado por terrores infantiles, acosado desde sí mismo por una sexualidad diferente, un Lorca horrorizado por la muerte, el Lorca de “la pena negra” de los gitanos. El poeta en estado de sonámbula alucinación verde que trastorna.

¿Dos Lorcas? Por favor, no los separemos. Vamos a no crear una nueva monstruosidad, con categorías de sol y sombra, que leer no tiene nada que ver con las gradas de una plaza de toros. Pongamos de lado esas divisiones entre bien y mal, corazón y parte pudenda, cielo e infierno: categorías que ya padeció en nuestra historia de la poesía la figura extraña de Góngora, poeta marcado durante siglos por la especie falaz del Góngora de la luz y el Góngora de la oscuridad. No caigamos en la tentación de hablar de un Lorca asequible y de un Lorca inasequible, de un primer Lorca claro y de un segundo Lorca oscuro, el Lorca de la Oda a Salvador Dalí y los poemas que en su momento compondrán Poeta en Nueva York.

Leamos desde una perspectiva abierta, donde cada texto es dificultad analizable, dentro de ciertos límites, y dificultad inteligible, si aceptamos que no es posible tocar fondo, entender el fondo de la hez, sino que hay que vadearlo, marearnos nadando entre sus pestilentes aguas, estar ahí amorfos todo el tiempo que dure la experiencia poética. Leamos en cuanto lectores amorosos, y no perezosos; leamos, como sugiere George Steiner, en su Tolstói o Dostoievski cuando dice: “la crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”. O como cuando Henry James nos confiesa en su libro de cuentos The Middle Years: “Trabajamos en la oscuridad –hacemos lo que podemos–, damos lo que tenemos. La duda es nuestra pasión y la pasión es nuestra tarea. Lo demás es la locura del arte.” Locura que es vaivén, materia escurridiza, fluir continuo, continua dificultad en desorientación y desconocimiento.

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Poeta en Nueva York, una obra en la que no hay redención ni salvación, ya que no hay nada que redimir ni que salvar. La luz o la tiniebla poéticas no están aquí, por ejemplo, para redimir la oscuridad sexual del poeta, sino para sostener desde dentro la consistencia, la insistencia y permanencia de un verso. Un verso logrado y fuerte. Una poesía de la revelación, una revelación que nos revela lo irrevelable del fondo de estos poemas, del propio destino humano.

¿Poesía oscura? Lectura ardua, lectura difícil y enriquecedora, pero no oscuridad imposible: todo es interpretable. “¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!”, dice Lorca en el poema “Muerte”, verso seis. “Los rostros bogan impasibles/ bajo el diminuto griterío de las hierbas”, dice en “Nocturno del hueco”, versos diez y once. Me parece luminoso y nada oscuro saber que la abeja se esfuerza por ser caballo, y por qué no. Ya aburre estar de abeja toda una existencia, ya harta no intentar las cosas y tal vez, transformada la condición aparentemente categórica y supuestamente esencial, vivir al otro, concedernos el respiro de ser otro. ¿O no es una gran experiencia salir de sí, entrar en lo ajeno? De eso está hecha la vida, en ello consiste la sexualidad, por ende, la supervivencia de la especie. Lorca lo intuía desde su estéril condición homosexual. Estéril, aclaro, sólo en el sentido de no procrear hijos, poemas procreó y con abundancia. Así, esforzarse es de por sí un contenido de vida, una categoría que prefiero a la infamia de la polarización categórica, pues esforzarse no divide ni hiere, sino que reúne y cicatriza. Me esfuerzo, pues, por penetrar el sentido de ese griterío diminuto que se oye entre las hierbas del verso anterior que he citado; griterío que no es brisa que mueve la hierba, sino submundo fértil en extrañezas y reconditeces. Ahí, nos dice Lorca, hay rostros impasibles que bogan, lo que quiere decir que se nos escurren de las manos, siguen a la deriva su camino, haya o no mar y aguas en movimiento. Un bogar fúnebre, mayestático, expresión de dolor consternado, y desde la consternación, expresión de desconocimiento. ¿Hacia dónde bogan? No nos lo es revelado, porque ellos mismos no lo saben, ni ellos, ni el poeta, ni el lector. Unos rostros que se mueven entre un griterío diminuto de hierbas, griterío inaudible e incomprensible para mí, que no soy hierba ni vegetación, y que, por tanto, sólo puedo entender que desconozco, que vivo, leyendo, la experiencia profunda de lo onírico, la dimensión nebulosa del reino de lo ulterior. El poeta dice para revelar, desde su trance onírico, cual puente entre reinos de sombras, que trata de organizar con palabras dictadas desde el fondo de su inconsciente, fondo de hez, y lo que nos revela es que todo es ajeno, todo es irreal y desconocido; que vivimos en desorientación e inestabilidad, fluyendo en dolor y hacia una horripilante catástrofe que no cede jamás un mínimo de conocimiento estable y ulterior. El grito es estentóreo y sin embargo inaudible; los rostros bogan impasibles y sin embargo no saben cuál es su destino. La muerte (Lorca lo sabía y padecía) nunca dice: es bestia precisa que revela, para cada cual, en su tránsito y momento de desaparición. Hay que morir para saber, si es que hay tal cosa. La poesía tiene la función de reconocer este hecho, cristalizarlo con letra sobre papel, como preciso bosquejo amorfo, como probable realidad irreal. La poesía tiene la función de revelar que nuestra imperiosa necesidad de saber lo último y que más nos concierne es pedirle peras al olmo. Esto nos revela en extrañeza Poeta en Nueva York, y su olmo es árbol fuerte, cargado de bellos frutos, frutos híbridos de pera y drupa ovoide, testículo mitad fruta sabrosa y comestible, mitad inutilidad.

Cinco

Todo poema es un espacio comprimido, veloz, abrupto: inesperado y deseado. El poema no imita nada, no retrata, no representa. El poema inventa. ¿Qué inventa? Inventa una reorganización de palabras que, por supuesto, inventa con palabras. Nueva York no existe para Lorca, Lorca apenas tiene nada que ver con Nueva York. Para Lorca, Nueva York no es más que un acicate, un catalizador de reorganización de palabras. Esto es Poeta en Nueva York, una cristalización de palabras reorganizadas de un modo diferente al que antes utilizó el poeta. Por ende, libro nuevo y único en la trayectoria de Lorca y de casi toda la Generación del 27. Poetas surrealistas como Gerardo Diego o Vicente Aleixandre se alejan mucho menos de la tradición lírica peninsular que el Lorca de Poeta en Nueva York. No alcanzan las cotas oníricas, invidentes, presagiosas y extrañas de Lorca; se desprenden menos de su tradición castiza, de su seguridad europea. Otros poetas del grupo permanecen más fieles, pese a las apariencias, al módulo tradicional lógico, lineal, secuencial; podrán alterar la métrica pero no arriesgarán conocimiento por desconocimiento, realidad por irrealidad, inteligibilidad por dificultad de significado. Compárese Poeta en Nueva York con los poemas más experimentalistas de Cernuda, Altolaguirre, Dámaso Alonso, Salinas, Emilio Prados, y los propios Alberti, Diego, Aleixandre. Estimo que Lorca corrió el mayor riesgo entre todos, y estimo que fue así porque no lo pudo evitar; su situación personal y, más que nada, la fuerza avasalladora de su instinto poético lo obligaban.

Seis

Cuando leemos, estamos fuera del mundo; por así decir, estamos fuera de la sociedad. Por tanto, el lector, enfrascado en la lectura, no produce bienes de consumo, ni consume más allá de lo mínimo: un bocadillo, unos cigarros, un vaso de agua. Un lector de poesía, a mi juicio, está todavía más separado del contexto social porque lee un material que flota, que se escapa y no se deja dominar por la inteligencia. Un lector de Poeta en Nueva York lee un enredijo reorganizado de palabras, lee imágenes que ve y no comprende, apenas saca conclusiones de su lectura. Y las conclusiones que saca suelen ser banales: Lorca defiende a los menesterosos, se apiada de su situación. Lorca lucha para que su humanidad y su intimidad no sean devoradas por un mundo de hierro y escaleras de incendio: un mundo de cemento, materialismo e indiferencia ante el dolor humano. Lorca entrega a su público lector su confesión homosexual y, de paso, le deja un vivo retrato de una Nueva York en crisis, crisis financiera, moral, social, que contrasta con una Cuba alegre, divertida, luminosa, vitalista, sensorial y sensual. A estas y muchas otras conclusiones puede llegar cualquier lector perezoso que se adentre en la maraña de Poeta en Nueva York. Pamplinas, sin embargo, son todas estas conclusiones. Poeta en Nueva York es otra cosa.

Es un libro que no está hecho para decir nada de particular, una máquina gigantesca y subterránea cuya función estriba en intuir imposibilidades con palabras que están siempre a punto de deshacerse, con versos que se generan y regeneran orgánicamente en la imaginación del lector, deshaciéndose y reconstruyéndose interminablemente, como en un sueño inabordable, cuyo carácter es infinito e infinitamente inasequible. El cuerpo del libro, su materia y solidez, su más consistente sustancia está siempre a punto de deshacerse, porque su proyección es hacia las estribaciones más enrarecidas y últimas, las alturas y bajuras más nebulosas e inaprehensibles. Nótese que digo alturas y no altezas, y que digo bajuras y no bajezas. A Lorca no le interesa que la vida sea o no sea noble o sagrada, vil o enferma; lo que le interesa es intuir irrealidad, develar por arte revelatorio, poético, lo que subyace o trasciende ese estado de irrealidad. Y para ello depende de las palabras, que no están hechas para tanto acercamiento a lo absoluto, sino que están hechas para la gramática, la lógica, la narración, la descripción, las transmisiones del conocimiento material. Es un milagro que Lorca haya logrado expresar al máximo ese punto poético oscuro y denso de lo que está a punto de deshacerse y de regresar a su estado primero de irrealidad: caos, momento anterior a todo lo anterior, silencio. Lorca consigue decir versos sobre aquello de lo que no puede decirse nada. Y lo consigue reorganizando su lenguaje, renegociándolo con su tradición, con su propia experiencia poética. Y así escribe un libro de poemas cuajado de palabras que no cesan de fluir y que, sin embargo, arrojan silencio, renegocian silencio: palabras que dicen sus imposibles de silencio, dejando un rastro virtual de vacío y Nada tras su reorganizada densidad. Claro que también quedan ahí la desesperación, el caos propio y de la ciudad, la alegría del reencuentro con sus “raíces cubanas” que la geografía, la gente, el idioma mediatizan. Pero, repito, eso no es lo esencial: lo esencial es haberse atrevido, sin sopesarlo, a acercar el lenguaje a silencios de la Nada, silencios de Nirvana, ese lugar incontaminado por el lenguaje del que hablamos, irremediablemente, con el lenguaje.

Siete

Analizar es desmontar un texto para encontrar diversos niveles de comprensión aparente. Tratamos de remontar el texto en toda su dificultad para desmontar, interpretativamente y por tanteos, niveles de comprensión erótica, socio-económica, y de un lenguaje que en su intrincamiento pone asedios al desconocimiento. Una buena poesía como la de Lorca, un texto fuerte de un poeta fuerte como Lorca, arrojan en cada una de sus metáforas o símiles un verdadero naufragio de posibilidades; Eros y Thánatos se entrecruzan y desafían; la persona y la comunidad participan del arrojo verbal; lo pedestre y lo celeste libran batallas terribles a las puertas, eternamente cerradas en vida, del conocimiento último: y todo ello sin negarse a la dificultad ni a la búsqueda de la belleza, esa precisión luminosa de inmaculada rareza, de casi insostenible extrañeza. La lectura de Poeta en Nueva York, lectura desorganizadora y reorganizadora de nuestros pequeños y burdos griteríos, lleva a un desmoronamiento de todo cuanto nos sostiene, y al que accedemos por la vía del lenguaje lorquiano, a través de una hermenéutica del desmontamiento. Y lo que en definitiva surge no es una explicación sino un aura: un nimbo de luz crepuscular o de mediodía insoportable, aura de nuestra ceguera, recursos estilísticos (metonimias, anfibologías, metáforas, yuxtaposiciones, paronomasias, enumeraciones caóticas) que sólo rozan, y ello malamente, el lado profundamente oscuro de las cosas. La impenetrable oscuridad esencial sigue ahí, apenas rozada por el ala de la mosca de la poesía, tanteada por instinto poético, revelada en cuanto imposibilidad. Una kalpa, medida de tiempo hindú (medida que, frente a la eternidad, apenas es un instante), se define como el ala de una mosca rozando la montaña más alta del mundo, hecha de la piedra más dura que se pueda concebir, hasta desgastarla. Poeta en Nueva York es una kalpa y, en su lucha con el fondo, deja astillas de tiempo y piedra granítica a nuestra disposición. Desaprovechar, por pereza lectora o por miedo orgánico, la experiencia de leer esta obra me parece una pérdida terrible.

Ocho

“El rey de Harlem”, que con la “Oda a Walt Whitman”, constituye uno de los poemas centrales del libro, no es un poema en blanco y negro; por ende, no es un poema sobre blancos y negros, ni sobre buenos y malos, reyes y vasallos. Es un poema sobre la desesperación de las palabras cuando buscan la luz verdadera al fondo, luz de beatitud, y, en su lugar, tropiezan con la hez del fango anterior a la desaparición, una desaparición que la desesperación intuye permanente. Harlem es más que un barrio de negros en Nueva York: Harlem es una Jerusalén Celeste invertida, con un idioma invertido, que un invertido, el poeta Federico García Lorca, intenta reinventar. La ciudad, entre el lodo y un cielo manchado de hollín, se desvive entre sus ritmos reiterativos, sus cuerpos retorciéndose en una danza macabra e infernal que cada verso transforma en un enunciado alucinado de la desesperación. Esta surge de la pérdida del origen, más que africano, ulterior; de la pérdida de un destino histórico, con sus desarraigados, sus seres de la diáspora que ya no entroncan en ninguna comunidad, y cuyo abrazo humano suaviza el terrible sentido final de la vida: una desesperación doble, la de un aquí frustrante, injusto, y la de un allá, una trascendencia que no sólo no está garantizada sino que se intuye vacía. “El rey de Harlem” es un poema de puentes rotos, puentes que no comunican ni con Dios ni con la gente. Nueva York, la ciudad de los puentes, la modernidad simbolizada por la presencia aérea, casi etérea, de los puentes, es la ciudad incomunicada, ciudad de puentes que no llevan a ninguna parte, la ciudad del lenguaje desorganizado, cuya reorganización (que implica la rehabilitación de los puentes rotos y, por ende, el regreso al estado paradisíaco de comunicación tranquila, donde las cosas y los seres tienen su verdadero y único nombre) está en manos del poeta. Y el poeta viene de fuera, no entiende pero intuye, y reorganiza su lenguaje natural para crear un mapa nuevo, más verdadero, su libro: un libro de poemas que registra la desesperación, la intuición del horror ulterior, del “común naufragio” del que hablaba Kierkegaard refiriéndose a la muerte. Los poemas del libro son una argamasa hecha de ladrillos, que son los versos, con sus diez secciones o puentes que intentan reconstruir la red de comunicación entre los seres humanos y el Espíritu. Lorca sabe que una gran incomunicación requiere una gran reorganización del lenguaje poético: de ahí la fuerte dosis de dificultad, incluso de enrevesamiento poético, a la que somete al lector. Ante el horror de la marginación y el horror del abismo sin sentido, no queda más remedio que reorganizar el lenguaje, hablar en negro, desesperarse en mulato, golpear el texto con ideogramas chinos, utilizar un lenguaje de perro asirio, lenguaje de gárgaras trasnochadas “ante el insomnio de los lavabos”.

Nueve

El rey de Harlem: intento su anagnórisis, su reconocimiento; la del héroe anticlásico, la del contra-Ulises que no reconoce a nadie, ni su aya, ni su perro, ni Telémaco, ni Penélope. Rey caótico, conocido por los escrofulosos, por los parias, que lo conocen pero no lo reconocen como puente entre ellos y el mar, mar no de regreso a África, sino mar del deseo de regresar al paraíso terrenal y, por tanto, a la idea de una creación benigna, de la mano de un Buen Dios.

Rey desconocido en toda su valoración por los suyos, por toda la sociedad donde vive, la gran ciudad lo rechaza: ¿quién lo acoge? El poeta que viene del otro lado del mar, el “hebreo” que viene del otro lado del Jordán, el invertido, el extrañado. ¿Y cómo lo reconoce? A través del lenguaje, un lenguaje que está hecho de inestabilidad, que exige una constante reinterpretación. Propongo un juego al lector: tómese al azar cualquier verso del libro, inténtese una interpretación del verso, considérese la interpretación como válida y estable, confróntese la misma con otras interpretaciones de otros lectores. Al cabo de una semana, vuelva a ese mismo verso, renueve su interpretación, compárese con la primera interpretación, véase el resultado: estoy seguro de que tropezará con una madeja interpretativa interminable, cambiante, con un ovillo de la desesperación y una inestabilidad de lenguaje, base de todo lenguaje poético, por un lado frustrante, por otro lado, exultante.

Diez

Christopher Maurer recoge en el tomo II del Epistolario completo de Lorca una curiosa carta a su gran amigo Carlos Morla Lynch, escrita en Granada, 1931, en la que dice:

Un hombre puede tener un hijo perro. Se cuenta que una reina de Etruria tuvo una vez un hijo caimán, y en Granada hay un señor que se llama don Achián, que tuvo una vez por cierta parte de su cuerpo un atún precioso, al que este señor bautizó con el nombre de Achianito, y lo echó en un estanque de su jardín. La vida es desconcertante. ¿No es mucho más lógico tener un hijito perro, que viva su vida sola, que no tener unos hijos siameses? Que se mejore Cagancho, pero que me mejore yo también.

Se trata de una broma, la sempiterna necesidad de Lorca de seducir riendo, de hacer reír al otro para corroborar su propia capacidad de imaginar. Se trata también de una vera; esta se refleja cuando nos dice que la vida es desconcertante, y también se refleja en el juego de irrealidad de esta carta que proyecta oscuros aspectos luminosos de su existencia. Un somero análisis del texto puede indicar que Etruria es lo etrusco, lo cual en español alude a lo abstruso y lo insondable, a las enigmáticas esculturas etruscas, de difícil inteligibilidad, y a un lenguaje que todavía está por descifrar. Que una reina de Etruria tenga un hijo caimán es, asimismo, enigmático; el enigma etrusco lleva a Lorca a reubicarse en Granada, lo conocido, el espacio geográfico natural: sólo que ya no tan conocido ni tan real, pues la experiencia del caimán, que es Cuba (isla con forma de caimán), que es América, ha vuelto distinta, quizás irreal, la conocida ciudad natal. Pero si la ciudad natal es irreal y distinta, el poeta, al menos inconscientemente, puede darse ahora el lujo de expresar lo prohibido, ya que, siendo ahora sus conocidos unos desconocidos, unos seres fantasmáticos e irreales, no le podrán hacer daño: y se lanza a la aventura hilarante del lenguaje liberado de trabas conscientes, de su lógica gramatical; y produce un texto liberado en el cual don Achián parió por el culo un atún, al que bautizó con el nombre de Achianito, es decir, el del ano chiquito, pues su progenitor, Achián, es el del ano grande. Así, el homosexual puede alumbrar, dar a luz un atún y un texto, justo por donde su deseo se centra, el culo. Y da a luz un pez, escurridizo, fangoso, resbaladizo como son las cosas del ano; a la vez, pez bendito, ya que simboliza el cristianismo en cuyo seno nació Lorca. Con ello se consigue bendecir ese pez surgido del trasero de don Achián, reivindicando la homosexualidad, consagrándola como parte natural de la vida y no como prohibición ni pecado. Además, el pez, ahora consagrado, es un atún: pez abundante, nutritivo, cuya multiplicación, como la de los panes y los peces, alimenta a las multitudes necesitadas, modo que tiene Lorca de nutrir al mundo desde su textualidad homosexual, participatoria. Se trata, pues, de una entrega, la entrega de un texto, de una cierta sexualidad de signo diverso; y se trata de mostrar que el llamado “pecado nefando” no es una rareza, sino algo tan normal como el atún, abundante, nutricio. ¿No es este un modo indirecto que tiene el poeta de decir, con lenguaje raro, con imágenes estrambóticas, que la extrañeza no parte de la sexualidad del individuo, sino de la irrevocabilidad de un destino cuyo sentido permanece ininteligible a través de los tiempos?

El pecado nefando, pues, queda así redimido; el sentimiento de extrañeza queda desplazado; la irrealidad de la vida, con sus sorpresas y desordenadas imágenes, se revela primordial. Al final de la carta se hace mención de Cagancho, un torero que fue cogido en una corrida, cuya fecha Maurer, el antólogo, no ha podido encontrar (es lo de menos). Lo principal, desde nuestro punto de vista, sería que el torero, como antes don Achián, es de culo ancho, ya que para cagar ancho el ano tiene que serlo. Así, Achián, ancho, y ahora Cagancho, quien caga ancho, proyectan y son la desordenada risa rabelesiana que le permite a Lorca redimir su sexualidad, desplazarla a un jugoso olvido nutritivo en que la sociedad ya no la prohíbe ni persigue; y así, liberado este espacio, le permite dedicar su energía, luego de la cogida por lo ancho del ano, a cosas mayores.

El análisis de esta curiosa carta no difiere, en principio, del análisis de los poemas de Poeta en Nueva York: hay un estrato conceptualizable e inteligible donde se incide en el Eros particular del poeta por vía metafórica, mediante tropos y figuras enrarecidos que configuran su propia sexualidad y, con esta, su propia ciudad irreal. La metáfora, que Aristóteles define como “comparación abreviada”, pero que Jakobson define más sutilmente como “transferencia semántica que actúa a nivel profundo y por semejanza”, nos permite, tanto en la carta como en la obra en cuestión, desplazar el estrato del análisis textual a un nivel profundo, lógicamente inconsciente, donde, sin duda, la vida es desconcertante, los hombres paren atunes por el ojo del culo, y las reinas de Etruria, cubanizadas, dan a luz caimanes. El hecho de que estas cosas no sucedan en la vida real no quiere decir que no puedan suceder y que no sucedan constantemente en nuestro inconsciente, de cuya energía, liberatoria, nace el sueño, la poesía, la extrañeza que por semejanza se arraiga, extrañada, en un lenguaje propio.

Once

Podemos aplicar a Poeta en Nueva York las palabras de Paul Celan cuando dice que “la poesía es el lugar donde todos los tropos y metáforas quieren ser llevados ad absurdum”. Un lugar, por excelencia, para permanecer abierto y no conducir a ningún fin particular. En sus Diarios Lezama Lima dice que “desgraciadamente los profesores –gendarmes obligados de unos temas– gustan más de las cadenas causales que de las iluminaciones”. Un lector, profesor y profesional, de Poeta en Nueva York buscará relaciones de causa y efecto que conducen a explicaciones concretas, a una tematización unívoca, a una pequeña secuencia de temas unívocos. Un lector frágil, inseguro, poroso, leerá Poeta en Nueva York golpeado una y otra vez por las iluminaciones que, justo al surgir, iluminan y desaparecen: este lector satori, lector iluminado, recibe el impacto momentáneo de la fuerza del Espíritu, sonríe, entrecierra los ojos y se duerme. El propio Lezama, lector iluminado, sabe que “la luz es el primer animal visible de lo invisible”, y que en cuanto tal, todo texto, toda visibilidad es iluminación, por cierto, pero iluminación limitada y momentánea, trasunto de imposibilidad y oscuridad: animal visible que, por visible, dejará, por definición, de verse; y que en cuanto animal, por definición, asimismo, desaparecerá. Más no se puede pedir, más no se le puede exigir tampoco a Lorca, al Lorca de Poeta en Nueva York, libro en que todo lo arriesgó, todo lo dio.

Doce

La primera sección del libro se llama “Poemas de la soledad en Columbia University”. Está bien. Lorca hace coincidir su llegada a Nueva York, que es su llegada a un cuarto en la residencia de estudiantes de Columbia University, con el arranque de su libro. La referencia se vuelve doble, está reforzada: es un sitio real al que se llegó, y es un sitio real que se textualizó. Por ende, Columbia es central a la visión primera del poeta en la ciudad: lo es, ante todo, porque la universidad le representa su seguridad europea, su mundo intelectual, conocido; por ser universidad, la visión reconoce la presencia de lo universal, aquello que todo lo abarca, lo cual incluye al homosexual, al poeta, al marginal, al que se apresta a lanzarse a la aventura del texto oscuro, acercado a la tradición barroca, destilando surrealidad; pero también, Columbia alude a la presencia de Colón, un español que no lo es, un católico que es judío, un ser compuesto, polivalente, ambiguo, como el propio Lorca. Lorca solo en Nueva York, Lorca experimentando la soledad de Nueva York, que es la soledad del ciudadano común y corriente, pero también la de Colón el visionario, el rechazado por el poder y los reyes, tal y como Lorca, ese otro visionario solitario, es rechazado por lectores todopoderosos que no entienden lo que ahora escribe, ahora que se volvió loco, como le ocurrió a Góngora, ese Góngora que el propio Lorca tanto aprecia. Por último, Colón en cuanto imagen que, como tal, procede por relación y aísla; es decir, Colón, en cuanto cristalización, no puede disociarse del año milagroso español, 1492. Lorca es un invertido; invirtamos pues la norma de lectura del año en cuestión: leamos no de izquierda a derecha sino al revés: veremos de inmediato que el número 92 se convierte en 29, año de la llegada de Lorca al Nuevo Mundo. Tal y como su espejo invertido, el 92 fue el año de la llegada de Colón al Nuevo Mundo. El círculo está cerrado, la cadena de poemas ya puede ponerse en marcha, el lector puede proceder a leer de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, ante el espejo o a través del espejo; atreverse.

Vuelta de paseo

“Asesinado por el cielo./ Entre las formas que van a la sierpe/ y las formas que buscan el cristal,/ dejaré crecer mis cabellos./ Con el árbol de muñones que no canta/ y el niño con el blanco rostro de huevo./ Con los animalitos de cabeza rota/ y el agua harapienta de los pies secos./ Con todo lo que tiene cansancio sordomudo/ y mariposa ahogada en el tintero./ Tropezando con mi rostro distinto de cada día./ ¡Asesinado por el cielo!”

6 de septiembre de 1929, en Bushnellsville, Catskill Mountains, donde está con Ángel del Río, que pasa ahí sus vacaciones. Sin titular, hay dos variantes del mismo poema, cambios de poca importancia entre las variantes. Poema inicial, iniciático, poema pórtico, inédito en vida del autor aunque lo menciona por el primer verso en un recital. Muestra una fuerte afinidad, una identificación anímica con todo lo inerme y desprotegido, lo que está a la intemperie y expuesto, lo disminuido. Poema de las cosas mutiladas, poema revelatorio de la inevitabilidad de las cosas, aquí vistas en cuanto formas. Estas van hacia la sierpe, que alude a la tentación primera, al pecado original: Eva que aún no es Ave, la redentora de Eva; Eva del origen, como este poema es el origen de un libro de poemas llamado Poeta en Nueva York. Sierpe que a nivel preconsciente se reconoce Eva, se desea Ave, recuerda su propio mito de la tentación, se acerca a un fondo inconsciente donde se retuerce un eros considerado perverso, por homosexual; una sierpe que como lenguaje recuerda a Góngora y al barroco: de nuevo una doble referencialidad: la sexual, la textual.

La sierpe imanta las formas, y estas, desesperadas, buscan el cristal. Ese cristal, por homofonía, hace pensar en Cristo, nueva forma, y forma de redención. Ese cristal sirve de espejo al poeta en su futuro nuevo aspecto, aspecto que ya imagina: en este Nuevo Mundo se dejará crecer los cabellos, es decir, se travestirá mujer; podrá ser quien es, y su nuevo ser quedará reflejado en el espejo del deseo, el espejo buscado. ¿Lo encontrará? Sí, puesto que está entre la sierpe que imanta y el cristal posible; por ende, hay una opción, es cuestión de seguir luchando, textualizando el deseo, creándolo. Y puesto en marcha ya el poema, el primer poema del libro, ya parece casi inevitable que el poema se complete, que el libro se haga realidad. El movimiento de creación continúa, surgen formas fragmentadas e incompletas, con las que Lorca completa su poema. Aparece un árbol de muñones, brazo incompleto, falo incompleto de quien perdió su amor; un falo inutilizado, no procreador, falo espejismo en el espejo de formas que quieren atrapar al poeta, poeta entre la sierpe y el espejo, entre la tradición y el Nuevo Mundo, entre la sierpe de Góngora y el cristal deseado del travestí. Hay un niño, falo inutilizado para la procreación, como el falo del homosexual, y el niño tiene rostro blanco de huevo, niño de clara de huevo, niño de medio testículo, sólo clara, sin yema, testículo a medias, de nuevo inútil: el semicastrado, como Lorca, el homosexual escondido. La rota cabeza de los animalitos puede ser la cabeza del pene o bálano, cabeza rota e inútil ya que su amor ha sido traicionado, haciéndolo sentir como pobre animalito destrozado. ¿Qué camino tomar? El agua está hecha harapos, los pies secos, es decir, improductivos: agua pestilente, pies inútiles, ese no es el camino. ¿Podrá serlo la tinta, la escritura? La mariposa del vuelo poético se ahoga y muere en el tintero. Resultado: un profundo cansancio sordomudo, es decir, que ya ni oye ni habla. Nótese que el sordomudo es doble, no sólo sordo ni sólo mudo, sino ambas cosas; nótese que a continuación, el poeta, y a pesar de su estado de profundo cansancio, se percibe (claro está que en cuanto hablante), con un rostro distinto cada día, rostro con el que tropieza; por cierto, tropiezo que precisamente le ofrece un máximo de opciones. Abundancia de rostros, eso es Nueva York; abundancia de rostros disímiles, eso es Nueva York, y en eso consiste su primer paseo: a la vuelta el poeta comprende que lo solitario se hizo doble y lo doble múltiple, pues llegó a la ciudad de las mil variaciones, de los mil rostros multiplicándose, ciudad de opciones en la que, por así decir, hay dulce para todos: para el poeta enajenado, para el amante disgregado, para la personalidad en proceso, para el falo informe y anhelante, para el mutilado que busca, por medio del deseo, completarse en el otro. Visión caótica y, sin embargo, visión apasionante y regeneradora. Podrá llegar el niño a ser hombre, podrá el homosexual conquistar su territorio y su saciedad, el árbol podrá florecer, correr el agua, los pies ser lavados por un Cristo redentor. Y la mariposa muerta en el tintero, mariposa empapada de azul, podrá resucitar y volar al cielo azul que está, sin duda, por encima del cielo de hollín que vemos al alzar la mirada por sobre los rascacielos.

Trece

Lorca escribe una serie de poemas que luego conformarán un libro llamado Poeta en Nueva York, para convencerse de que está ahí por la mañana, de que salió del sueño de anoche: se palpa, se reconoce a medias, intenta recuperar el sueño de anoche, quisiera digerirlo. No puede. Deja la cama, escupe, desayuna, da vueltas por la exigua habitación de la residencia de estudiantes, escribe: escribe una alucinación que contiene, por palabras, la densidad del sueño de anoche. Escribe, pues, el sueño de anoche, sueño que saca de su sueño, para revelarlo más que para entenderlo; incluso para sacárselo del cuerpo. Lo saca a la superficie, lo inscribe en la superficie de la página en blanco, y cuando el poema culmina y está hecho, lo mira y entiende que esa superficie que ahora contempla contiene la densidad de los sueños, los niveles superpuestos de lo inteligible acercándose a lo invisible, a la luz máxima de la máxima tiniebla ininteligible. Nosotros, lectores, como Lorca mismo, lector de Lorca, tenemos a la mano un hormiguero de extrañeza que podremos calificar de vanguardista, surrealista, neobarroco, pero que más allá de toda clasificación, clasificación que no consuela, es hormiguero interminable de extrañeza; ciudad irreal el texto. Las isotopías fonológicas, sintácticas o semánticas que empleemos para mirar estos poemas no ayudan; el correlato objetivo de que habla Eliot, que Cernuda llama “equivalente correlativo”, tampoco ayuda para comprender, objetivándola, una subjetividad última que en verdad sigue siendo, como el sueño de anoche, inaccesible. ¿Qué hacer? Una poesía onírica, epifánica, asincrónica, asimétrica, utópica y distópica, rota y de ruptura, una poesía densa y enrevesada, ¿puede explicarse, reducirse a enunciados lógicos y claros que digan y signifiquen? Por supuesto que sí; no intentarlo es cederle todo el territorio de la expresión a una literatura facilona, de masas, explicadora, a una papilla de antemano digerida que, sopa barata de letras, nos sabe siempre a caldo industrial. Un gran libro es una gran contienda con lo invisible, con el desconocimiento y la organizada desorganización de la expresión, y ese gran libro exige un lector que esté dispuesto a enfrentarse con ese gran libro de contiendas desde su interior en pugna con la verdad, la belleza, lo bueno. “Debajo de las multiplicaciones/ hay una gota de sangre de pato;/ debajo de las divisiones/ hay una gota de sangre de marinero”, dicen unos versos de Lorca en “Oficina y denuncia”, poema central en Poeta en Nueva York. ¿Por qué pato, por qué marinero? ¿Qué hace esa gota de sangre ahí debajo? ¿Quién la puso ahí? ¿A quién perteneció? ¿Por qué multiplicaciones que pasan a ser divisiones? ¿Qué extrañeza revela el juego reiterado entre el artículo definido que se vuelve indefinido? ¿A qué alude la forma impersonal del verbo haber? ¿Verbo o alarido, hay con hache, o ay sin hache? ¿Y si el verbo es también alarido, por qué se gritó? ¿Quién gritó? ¿Dónde? ¿A qué hora? Cuatro versos breves suscitan en mí, apenas mirándolos, una retahíla de preguntas que, sé, dejará un largo rastro enriquecedor de probables respuestas, respuestas que son asedio, un asedio más, a la dificultad, a lo desconocido.

Catorce

Muchas son las injusticias, muchas son las marginaciones, muchas las reivindicaciones que, con justicia, reclamamos. Y es bueno que así sea. Es bueno que se luche contra el prejuicio, la pobreza, la infamia de la política, la basura, la devastación del planeta, la falta de amor y respeto al otro, el racismo, el antisemitismo, la insolidaridad, la mala distribución de los bienes materiales y espirituales: a todo ello hay que añadir la terrible injusticia que cometemos los lectores cuando tiramos por lo fácil, y hacemos de la literatura una diversión, un entretenimiento: no lo es; la literatura es sueño y entresueño, dificultad, peligroso acercamiento, por los cien caminos de la subjetividad y la experiencia propia, al verso final y último que anule todos los versos y devuelva al lector al paraíso natural del origen. Estimo que Lorca en Poeta en Nueva York se acercó a ese punto extremo; más que su desgarramiento personal, me parece que comprendió que había tocado el rostro mismo del desgarramiento, rostro de niño con blanco rostro de huevo, huevo mutilado y, misteriosamente, huevo germinal. De la extraña clara de ese rostro infantil surgió todo un extraño libro, cuya lectura, pienso, es revelatoria.


* Tomado de Cartas de Hallandale, Rialta Ediciones, Querétaro, 2017, pp. 101-126.

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JOSÉ KOZER
José Kozer (La Habana, 1940). Es uno de los poetas más prolíficos del mundo contemporáneo. El conjunto de su obra suma cerca del centenar de libros de los cuales el más reciente, Nulla dies sine línea (2016), intenta recogerla en su integridad. Ha ejercido la docencia en algunas universidades y traducido al español a poetas de las tradiciones inglesa y japonesa. A la par de un indiscriminado ejercicio de la lectura, ha llevado una reflexión crítica sobre antiguos y modernos, canónicos y emergentes, de la que dan fe los fragmentos de sus diarios, las entrevistas concedidas y los ejercicios en prosa en parte concitados en volúmenes como La voracidad grafómana: José Kozer (2002) y De donde son los poemas (2007). En 2013 fue galardonado con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda.

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