leon spilliaert

cómo estoy en el censo
ESCOBAR

Había entrado por puro azar una pestaña en su boca y, mientras caminaba, cataba la textura de ese pelo suyo con la punta de la lengua, el reverso de los dientes superiores y las estrías del velo del paladar. Con ese vello diminuto y curvo en la boca dobló Angelito la última esquina que le quedaba para llegar finalmente a su casa tras una semana gracias a Dios no tan convulsa en el hospital; cinco días en los que Ofelia había desistido de su idea de ahogarse en un plato de sopa y Alarido no lo había despertado en plena madrugada, aquella cara de rasgos de escándalo a tres centímetros de la suya, anunciándole la inminente llegada de los Bárbaros.

Esta vez el médico había tenido fe en lo que llamaba “la fortaleza mental” de Angelito y había adelantado el pase, sin siquiera (aunque el paciente vivía solo) haber intentado prevenir a sus familiares de esta salida anticipada. Antes de dejarlo ir, el buen hombre le había indicado con precisión la dosis de neurolépticos que debía consumir durante el fin de semana.

Angelito no había escupido aún su pestaña con la intensidad nerviosa con que lo hiciera tres minutos más tarde, cuando descubrió al entrar en su edificio y escuchar ciertas voces –no dentro de su cabeza sino en el descanso del segundo piso– que el barrio estaba siendo visitado por tres compañeros del Censo de Población y Vivienda.

Entonces sí llegó a escupir la pesada pestaña, subió con furia la escalera, evitó las buenas tardes a los vecinos y a quienes ya consideraba intrusos, y dio un portazo contundente tras sus espaldas.

—¿Dónde están?, ¿qué se han hecho? –fue lo primero que se escuchó en su apartamento, al tiempo que accionaba el interruptor de la sala.

Lo segundo fue la espalda de Troto que desaparecía tras el marco izquierdo de la puerta del cuarto, con la celeridad de un cachalote que se sumerge de golpe y del que únicamente atisbamos el borde del lomo.

No sólo Angelito estaba al tanto de la inminente visita de los compañeros del Censo: todo parecía indicar que sus otros, al menos los que se quedaban en casa cuando Angelito pernoctaba en el hospital, sin siquiera asomarse al hueco de la escalera –lo que se les tenía prohibido– habían intuido el peligro que representaba que aquellos funcionarios del Estado los descubrieran. Por ello el movimiento violento de Troto cuando Angelito entró definitivamente en su apartamento, el ruido de sus pisadas, el modo en que tropezó con la esquina de la cómoda.

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—Ya te vi, Troto. No te escondas. De nada te sirve. Siempre será mejor que te atrape yo, a que esos intrusos sepan que existes.

Los ojos de Angelito se disparaban en todos los sentidos, empezaba a temblarle el mentón, jadeaba. Un velo de sudor corría por su frente. Del bolsillo trasero de su pantalón sacó una bolsa de plástico que, como costumbre, guardaba meticulosamente doblada en partes iguales; asomó la cabeza en el primer cuarto y sonrió cuando descubrió que una de las gavetas de la cómoda había quedado ligeramente abierta y que tras los mínimos dos centímetros de oscuridad entre madera y madera se vislumbraba algo parecido al cuerpo gordo de Troto, una masa amorfa no obstante capaz de contorsionarse hasta límites inconcebibles bajo el efecto del miedo.

—Sé que tienes miedo, Troto. Yo también lo tengo. Quizás todo el mundo tenga miedo. Pero es mejor que estés conmigo, bajo sano control. En momentos como estos debemos permanecer serenos…

Aunque no fue precisamente con dulzura con que Angelito abrió la gaveta, metió el brazo hasta el codo, extrajo el cuerpo gordo de Troto atrapado por el cuello y lo introdujo, todo en el lapso de tres segundos, dentro de la bolsa de nailon.

Tres segundos, un gesto preciso, firme, como el de quien acciona una guillotina, y el chillido de Troto tanto afuera como adentro de la bolsa, su temblor constante, una respiración alterada.

—Tranquilo –le dijo mientras daba unas palmadas sobre el bulto gelatinoso de la bolsa–, conmigo no correrás ningún peligro.

Un nuevo ruido se dejó escuchar en el primero de los cuartos, luego otro, y acto seguido un tercero. Angelito no dudó: no cabía duda que se trataba de Otro Uno, Otro Dos y Otro Tres. No había gesto, movimiento o palabra realizados por uno, que no fueran ejecutados, con un orden de relojería, por los otros dos otros de Angelito. Nada los distinguía –sonrió confiado asiendo la bolsa con firmeza–, que no fuera un simple número: el uno, el dos, el tres; tres seres igual de iguales que convivían con Angelito hacía unos cuantos años con la imposibilidad de determinar por qué el uno era el primero, por qué el dos lo secundaba y por qué el tres había sido designado para cerrar, religiosamente, sin margen de error, cualquiera de las acciones emprendidas por sus predecesores.

—La demencia es un camino trillado –se dijo Angelito en voz alta, algo que le había escuchado en incontables ocasiones al doctor Marqués, el único de los especialistas con que solía entablar largas conversaciones sobre la floración en primavera, el fantasma de Manuel de Zequeira, la peculiaridad de los motores por inyección, la tendencia autoritaria de Sócrates o el porqué de las páginas perdidas del Diario de Campaña de José Martí–. Basta con desatar un movimiento que incite a otro, y así, hasta que todo estalle.

Bajo estas pautas y conocedor de que la habitación de la que provenían los tres ruidos en cadena se conectaba con la de al lado por una simple puerta eternamente abierta, Angelito se descalzó de un zapato, lo lanzó contundente dentro del primer cuarto y corrió certero hacia el segundo, una mano sujetando la misma bolsa, entonces ya quieta, y la otra lista para atrapar –insisto– en un gesto mecánico, sin atropellos en el tiempo, el cuerpo delgado, nervioso, de Otro Uno, el cuerpo delgado, nervioso, de Otro Dos, y finalmente, antes de cerrar la bolsa hinchada, el cuerpo delgado, nervioso, de Otro Tres.

Un silencio imponente dominó la escena. Tras la puerta de salida del apartamento, desde dos pisos más abajo y a través del hueco de la escalera, llegaban las voces indefinidas de los compañeros del Censo, sus preguntas agudas (“¿cuántos miembros tiene el núcleo?”, “¿cuantos ventiladores?”, “¿un refrigerador?”), las respuestas oligofrénicas de los vecinos, el gruñido de algún perro también asustado, el parpadeo desapacible de un vecino que ya ha sido censado y que cierra la puerta, con las manos sudorosas y la voz cuajada en dirección a su esposa:“¿y ahora qué?

En efecto, llegaba el eco de los visitadores, pero cuando Angelito terminó el lazo con el que cerraba momentáneamente la bolsa de plástico, la escena sólo era dominada por el silencio. Un poco más adentro, en el segundo cuarto, recostada al marco de una ventana de persianas estrechas que el polvo y una pintura de aceite blanco impedían abrir, sin emitir sonido alguno, como si se tratara de un adorno o de la prolongación de una cortina, Angelito descubrió el cuerpo de Valentina.

Este era un caso un tanto particular –lo sabía bien–, por eso valía la pena sopesar los actos, medir las palabras, evitar exabruptos de cualquier naturaleza. Aquella mujer de un vestido color rosa vieja que hacía como que miraba por el filo de la ventana con aire desganado mantenía con Angelito una especial y muy vieja relación marcada por el desdén y el deseo.

De los años setenta databa este concubinato, época de su apogeo juvenil, de las noches desenfrenadas en los alrededores del Parque Lenin, de las sesiones de cine soviético en la Cinemateca, de las dudas, de la mirada huidiza. En una de aquellas madrugadas, al regresar solo a su apartamento, Angelito cayó en la cuenta de que Valentín podía ser por momentos Valentina, y viceversa: una mujer que no logra domeñar el ímpetu de un vello facial bravío, un hombre que lo mira todo con un brillo inusual y que parpadea como quien exhibe bajo la frente un par de mariposas exóticas. Desde entonces Angelito aceptó su presencia, siempre y cuando esta se limitara a las cuatro paredes de su casa, a la imposibilidad de asomarse al hueco de la escalera, a la prohibición de abrir la ventana del segundo cuarto.

—En casos como este, Jorge El Sucio me habría gritado: “Goza tu síntoma, hermano–se dijo Angelito en voz alta y bajó la mirada ante el peso del gesto servil de Valentina, que continuaba recostada, con su vestido color rosa vieja, al marco de la ventana.

Pero a estas alturas del juego, ratificó, ya su piel estaba demasiado curtida para amores escabrosos. Fuera de casa, Angelito sólo tenía ojos para Alba de Cuba, una compañera de hospital con la que intercambiaba cigarros, canciones, besos sudorosos en algún rincón de la clínica. Valentín era una realidad, no cabía duda, pero una realidad secreta y asumida. Por ello, por tan delicada historia, incluso ante la inminencia de la visita de los compañeros del Censo, Angelito domesticó su nerviosismo, dirigió a Valentina –que por momentos se trastocaba en Valentín– una mirada suplicante, y, extendiéndole la mano, la ayudó a entrar en la bolsa, de donde escaparon un par de ruidillos impúdicos.

Al fin tocaron a la puerta de al lado. Los visitantes ya estaban a medio metro de su apartamento. Angelito podía escuchar mejor sus voces. En veinte minutos, quizás menos, estarían ante su puerta. Pero adentro la tarea no había terminado.

Más allá de algunos otros, digamos, menores, de escaso perfil, de apariciones esporádicas y pobre visibilidad, después incluso de cubrir con un mantel la totalidad de la pecera para que los compañeros del Censo ni siquiera notaran la presencia de tres pececillos tropicales bastante desmejorados, a Angelito le quedaba una última captura: Angelito intentaría encontrar a Angelito, trataría de atraparlo, incluso con la más bruta de las violencias. ¿Acaso habría una violencia mediana, sutil? Pero si algo tenía claro era que no podía permitir que los censores, los censuradores, los censadores, o como fuera que se llamaran, supieran de la existencia de Angelito.

Cuando entró al baño en puntas de pies y encendió la luz, descubrió a una hormiga y a una traza –ese animalito libresco– en lo que parecía ser una conversación en lo más bajo del lavamanos. Sin pensarlo dos veces abrió la llave, dejó correr toneladas de agua y los expulsó, al menos eso supuso, de este mundo; a lo que siguió –como si una acción dependiera de la otra– el descorrer de un golpe la cortina de la bañadera.

Pero Angelito tampoco se escondía allí.

—Ven, no te hagas el telúrico. Ya sabes que estamos en tiempos de unión.

Por el momento, la búsqueda resultaba infructuosa. Nada bajo la mesa, tras los cojines del sofá, en cinco gavetas de tamaños diferentes…; nada en el botiquín del baño, nada, y la voz de los compañeros del Censo que se hacía más nítida; nada dentro del refrigerador, en el sitio curvo del cenicero donde en teoría deberían colocarse los cigarros encendidos; nada en el cesto de la ropa sucia, en los intersticios mohosos de un cepillo de dientes.

Un silbido como de ratón callado hizo que Angelito levantara el mentón de un solo movimiento. Entonces volvió a descalzarse, recostó la bolsa de plástico a un lado del fogón de gas, entró con cuidado en el primero de los cuartos. Con un golpe seco, contundente, abrió la puerta central del chiforrobe y descubrió a Angelito, en cuclillas, los ojos como los de un hombre que se ha caído de un caballo, los dedos temblorosos, entrando y saliendo con movimientos mecánicos de una caja de sponge rusk, de la caja a la boca, de la boca nuevamente a la caja, barras de harina dulce para apaciguar el miedo, Angelito al fin encontrado.

Pero muy poco podía hacerse en esta ocasión. Angelito se sentó en el borde de la cama, los codos apoyados en las rodillas, la mirada fija hacia ese otro Angelito en cuclillas que no paraba de devorar barritas de harina saborizada. Muy poco podía hacerse, y ya los censadores estarían al levantar el puño ante la madera oscura de la puerta. Sólo quedaba apelar a la fe y al sentido común. A fin de cuentas, Angelito sabía que mientras quedaran barritas en la caja de sponge rusk, a Angelito no se le ocurriría salir del chiforrobe.

—Te pones letal –dijo sin aspavientos y le cerró la puerta en las narices con la única fe de que los compañeros del Censo, llegado el momento, se contentarían con dos o tres respuestas vagas y un vistazo, apenas desde el umbral de la puerta, a su apartamento vacío.

Entonces sí le flaquearon las piernas tras tanto ajetreo: se acercó a la puerta, aguzó el oído, apretó los párpados y, como no le llegaba sonido alguno del otro lado, dejó que su espalda se deslizara, terminó también en cuclillas, todavía algo preocupado, aunque pudiera decirse que conforme, en espera de un golpe en la madera y las primeras voces de los visitantes.

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