Émile Cioran (1911-1995). Escritor y pensador de origen rumano que residió en París desde 1937, adoptó, diez años más tarde, la lengua francesa, lo que le valió ser considerado como el meteco más ilustre del siglo XX francés. Admirable cultor del aforismo, lúcido enemigo de cualquier sistema, su visión radicalmente pesimista se refleja en los títulos de algunas de sus obras más importantes (verbigracia: En las cimas de la desesperación, Silogismos de la amargura, Del inconveniente de haber nacido). Los artículos que a continuación presentamos, los únicos dedicados a escritores de habla hispana, pertenecen al volumen Exercices dʼadmiration (1986), en el que Cioran rinde homenaje a algunos de sus autores favoritos (heterogéneo catálogo que abarca desde Joseph de Maistre hasta Beckett o Fitzgerald).

Borges

Carta a Fernando Savater
París, 10 de diciembre de 1976

Querido amigo: En noviembre, a su paso por París, usted me pidió colaborar en un volumen de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda… también. ¿De qué sirve, pues, celebrar a alguien, cuando las propias universidades lo hacen? La desgracia de ser reconocido ha caído sobre él. Merecía algo mejor. Merecía permanecer a la sombra, en lo imperceptible, quedar tan inasible e impopular como todo lo sutil. Así, habría estado en su ámbito. La consagración es el peor de los castigos (para un escritor en general y, muy especialmente, para un escritor de su género). Desde el momento en que todo el mundo lo cita, no lo puede uno citar más pues, si lo hace, tiene la impresión de venir a engrosar la masa de sus “admiradores”, de sus enemigos. Aquellos que quieren rendirle justicia a cualquier precio no hacen en realidad sino precipitar su caída. Aquí me detengo porque, si continuase en ese tono, terminaría por apiadarme de su suerte, de la cual, entonces, se tiene derecho a suponer que él mismo se apiada.

Creo haberle dicho alguna vez que si me interesaba tanto por él era porque representaba una especie de humanidad en vías de desaparición, y que encarnaba la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil, que se paseaba con holgura por varias civilizaciones y literaturas, un monstruo soberbio y condenado. En Europa, como un ejemplar semejante, se puede mencionar a un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a comienzos de siglo una obra de muy primer orden sobre la poesía inglesa (fue después de haberla leído, durante la última guerra, que me puse a aprender el inglés) y habló con una admirable agudeza de Sterne, de Gogol y de Kierkegaard tanto como del Magreb y de la India. Profundidad y erudición no van juntas; él había logrado, pues, conciliarlas. Un espíritu universal, al que no faltó sino la gracia, la seducción. Es aquí donde se manifiesta la superioridad de Borges, seductor como ninguno, que ha logrado infundir un algo de impalpable, de etéreo, de encaje, a lo que fuere, incluso al razonamiento más arduo. Porque todo en él está transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de deliciosos sofismas.

Nunca me he sentido atraído por los espíritus confinados en una sola forma de cultura. No arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad: tal ha sido, y es, mi divisa. Girado hacia otros horizontes, siempre he buscado saber lo que sucede en otras partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme nada más. Es el drama, y también la ventaja, de nacer en un espacio “cultural” menor, cualquiera que sea. El extranjero se había convertido en mi dios. De ahí esta sed de peregrinar por las literaturas y las filosofías, de devorarlas con un ardor enfermizo. Lo que sucede en el Este de Europa debe suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes son infinitamente más informados, más “cultivados” que los occidentales, incurablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veo a alguien que tenga una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad exaltada hasta la manía, hasta el vicio (y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no se torne en fervor más bien perverso, es superficial; luego, irreal).

Como estudiante me había visto impulsado a estudiar a los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, había un tal Philipp Mainlander que me había retenido particularmente. Autor de una Filosofía de la liberación, poseía además para mis ojos el resplandor que confiere el suicidio. Yo me preciaba de ser el único en ocuparme todavía de ese filósofo, completamente olvidado; por otra parte, no tenía ningún mérito, pues mis investigaciones tenían que conducirme inevitablemente hacia él. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando, mucho más tarde, di con un texto de Borges que precisamente lo sacaba del olvido! Si le cito este ejemplo es porque, a partir de ese momento, me puse a reflexionar más seriamente que antes sobre la condición de Borges, destinado, arrastrado a la universalidad, obligado a ejercer su espíritu en todas las direcciones, aunque fuera para escapar de la asfixia argentina. Es la nada suramericana lo que hace a los escritores de todo un continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por su tradición e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.

Ya que quiere usted saber lo que admiro más en Borges, le responderé sin vacilar que es su desenvoltura en los más variados dominios, la facultad que tiene de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del tango. Para él, todo se vale, desde el momento en que él es el centro de todo. La curiosidad universal no es signo de vitalidad universal si no lleva la marca absoluta de un yo del que todo emana y en el que todo desemboca: soberanía de lo arbitrario, comienzo y fin que se pueden interpretar según los criterios más arbitrarios. ¿Dónde está la realidad de todo esto? El Yo: farsa suprema… El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schlegel, hoy, está adosado a la Patagonia.

Una vez más no se puede sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada susciten una aprobación general, con todo lo que esto implica… Pero, después de todo, Borges podría devenir el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas y, si hay una utopía a la que yo, de buen grado, suscribiría, sería aquella en la que cada uno se modelara según él, según uno de los espíritus menos pesados que jamás haya habido, según el “último de los delicados”.

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María Zambrano: una presencia decisiva

Desde el momento en que una mujer se entrega a la filosofía, se vuelve desbordada y agresiva, y reacciona como una advenediza. Arrogante y, por lo tanto, vacilante, visiblemente sorprendida, no se encuentra, con toda certeza, en su elemento. El malestar que inspira este caso, ¿cómo es posible que no se lo experimente jamás en presencia de María Zambrano? A menudo me he planteado esta interrogante, y creo poder responderla:

María Zambrano no ha vendido su alma a la Idea. Ella ha salvaguardado su esencia única poniendo la experiencia de lo Insoluble por encima de la reflexión acerca de él. Ella, en suma, ha aventajado a la filosofía… La verdad no es, a sus ojos, sino aquello que precede, o sucede, a lo formulado, la palabra que se arranca a las trabas de la expresión o, como dice ella magníficamente, la palabra liberada del lenguaje.[1]

Ella forma parte de esos seres a los cuales se lamenta uno de no encontrar más que muy raramente, pero en los que no deja de pensar y a los que se quisiera comprender o, en cualquier caso, adivinar. Un fuego interior que se escurre, un ardor que se disimula bajo una irónica resignación: todo lo que desemboca en María Zambrano desemboca en otra cosa, todo, todo, comporta cierta otredad. Si se la puede seguir en todos los aspectos, está seguro uno, no obstante, de resbalar hacia los problemas capitales sin seguir necesariamente los meandros del razonamiento. De ahí, un estilo nada marcado por la tara, la de la objetividad, y gracias al cual ella nos conduce hacia nosotros mismos, hacia nuestras mal definidas ambiciones, hacia nuestras virtuales perplejidades. Recuerdo exactamente el momento en el que, en el Café de Flore, tomé la decisión de explorar la Utopía. Sobre este tema, que habíamos abordado de paso, me citó unas palabras de Ortega, que comentó sin mayor insistencia; yo resolví al instante insistir en el lamento o en la espera de la Edad de Oro; lo que no dejaría de hacer más tarde con una curiosidad frenética que, poco a poco, debía consumirse o, más bien, morir en la exasperación. No obstante, unas lecturas extendidas sobre dos o tres años tuvieron su origen en esa conversación.

¿Quién, más que ella, tiene el don, adelantándose a nuestra Inquietud, a nuestra búsqueda, de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta a los prolongamientos sutiles? Y es por esto que uno quisiera consultarla al giro de una vida, en el umbral de una conversión, de una ruptura, de una traición, en el momento de las confidencias últimas, vergonzosas y comprometedoras, porque ella nos revela y nos explica a nosotros mismos; porque nos dispensa de algún modo una absolución especulativa, y nos reconcilia tanto con nuestras impurezas como con nuestros dilemas y nuestros estupores.

[1] En español en el original.

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