Cheever
Cheever

Una de las pocas grandes ventajas que tenía mi trabajo anterior era que, llenando los formatos correctos y cayéndole bien a los burócratas adecuados, podías hacer un cuantioso turismo académico que no sólo incluía transporte, hospedaje y alimentación (las tres etiquetas mafufas con que se comprobaba todo), sino también dinero para libros.

Cuando renuncié a ese trabajo por razones personales, me hicieron putadas tremendas, pero al menos no me quitaron los libros.

En uno de esos últimos viajes –a Madrid, la capital de todo–, recuerdo con la transparencia de un cielo de verano haber fatigado anaqueles, parafraseando a Borges, buscando un solo libro: los Diarios de John Cheever. Me había motivado una nota de Rodrigo Fresán al respecto, donde se decía: “Cheever crea al Homo Cheever a su imagen y semejanza, poniendo una especial y amorosa dedicación en sus perfectos defectos. Las páginas de sus Diarios desbordan párrafos dedicados a este conflicto íntimo ventilado, subliminalmente, en público y en las páginas del semanario The New Yorker donde aparecieron la mayoría de sus relatos.”

Leer un diario de escritor –Kafka, Pavese, Ribeyro, Alfonso Calderón– es leerse al escritor; es un atajo a los temas realmente imprescindibles, sin necesidad de pasar por la carne y el condimento de sus ficciones. Se puede dar, por gusto, ese rodeo. Pero a veces, hay demasiada obra innecesaria –toda ficción lo que hace es darle trama al trauma– y cuando acudes a los textos personales llegas ya anestesiado a ver cara a cara al hombre detrás de los papeles.

En fin, probé en las grandes librerías madrileñas, en FNAC, en La Central del Callao y en las múltiples Casas del Libro. Nada. También en las pequeñas: Tipos Infames, Iberoamericana, Marabunta, Tres Rosas Amarillas (todas recomendaciones de una amiga colombiana, que se conocía Madrid mejor que a sí misma).

Nada, nada, sin éxito.

Encontré en Tipos Infames Falconer y la compré con resignación, porque la opción B, que eran los cuentos publicados por Emecé o RBA, tampoco aparecieron. Dejé el tema Cheever por un par de años hasta que tuve el Kindle Paperwhite. Lo primero que rastreé fueron los Diarios y el mensaje pareció un portazo: not avaliable. Así que bajé un fragmento de los cuentos y empecé a leer, a ver qué tal me iba haciendo el camino contrario (de la carne al tuétano).

Primero, “Adiós, hermano mío”. Después, “Un día cualquiera”. Luego, “El nadador” y ya no paré. Recuerdo haber estado de madrugada, en Puerto Vallarta, leyendo estos cuentos en un ambiente imprevisto pero ideal para leer a Cheever: encierro, cama limpia, whisky de más en el torrente sanguíneo, olas al fondo, rompiendo y lamiendo olas; y, como el narrador de “Adiós, hermano mío”, ese rumor de olas “creaba múltiples ecos, como un tumulto, y aquello me producía el mismo placer que cuando era joven y parecía tener una fuerza catártica, como si hubiese liberado mi memoria”.

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Es tremendo cuando, en ese cuento, el narrador le revienta la cabeza a su hermano Lawrence con una roca o raíz de algas; no porque sea una reminiscencia al relato hebreo de Caín y Abel –una estupidez de análisis, por cierto: ninguno de los cuatro hermanos del cuento de Cheever busca la aprobación de ningún padre ni siente envidia por el otro– sino porque es exactamente lo que el lector desea hacer desde la primera vez que este patético e insufrible Tifty entra en escena. Es tremenda, también, la parte en la que Neddy Merril, en “El nadador” –sí, sí, blablá, Burt Lancaster, blá– se da cuenta de la inutilidad de su empresa (cruzar a nado su condado a través de las piscinas de sus vecinos) y una voz implacable describe: “Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor.”

En fin, no pararíamos de citar escenas memorables. Pero el asunto concreto aquí es el siguiente: como dice Javier Morales Ortiz en una estupenda crónica: “Hoy no sería el mismo escritor, por tanto la misma persona, si en mi vida no se hubiera cruzado la obra de John Cheever.”

Suscribo.

El efecto Cheever es como el efecto Hitchcock: no regresas a la realidad de la misma manera. Un tal Roberto Villar hace un comentario a la entrada de Morales Ortiz y señala con precisión este efecto: “Es discretamente devastador”. Sí, es eso: no sientes el poderoso influjo de Cheever como hasta el tercer día; y lo sientes no solamente cuando lees y escribes tus cosas, sino cuando te quedas mirando una familia aparentemente feliz que comparte una copa en una terraza o cuando estás a punto de zambullirte en una alberca.

“Siempre he envidiado su estilo, la magnitud y profundidad de su obra. Pero nunca su vida”, termina diciendo Morales. Con ese comentario, más ganas me dan de leer sus Diarios.

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