Charles Simic

Según Harold Bloom, la mejor poesía en lengua inglesa se caracteriza por una cualidad –rara en otras tradiciones– que él ha denominado “la desesperanza visionaria”. No se trataría de “la desesperanza que los lectores pueden experimentar en la vida cotidiana sino de una manera de alcanzar la trascendencia, secular o espiritual”.

Como sucede a menudo con Bloom, su tendencia a la exageración más flagrante y su desenfrenado anglocentrismo dificultan que tomemos en serio sus ideas. Algo hay de acertado, sin embargo, en esta curiosa expresión: la obsesión de Yeats y Lawrence con el ocultismo y las doctrinas esotéricas, el interés de Wallace Stevens por la mística judía y la insistente presencia de motivos gnósticos en la poesía de Hart Crane coexisten en todo momento con un nihilismo extremo y sugieren, acaso, el anhelo de trascender la desesperanza y convertir el poema en lo que Bloom llama “una forma profética”.

El poeta norteamericano Charles Simic es uno de los mejores exponentes de esta tradición en la literatura norteamericana contemporánea. Ahora bien, aunque abundan en su obra poemas que ostensiblemente exploran temas esotéricos (como “Los escritos herméticos y alquímicos de Paracelso” o “Las vidas de los alquimistas”), quizás los textos más interesantes sean los que se adentran de forma oblicua en estas doctrinas, como en “El blues de un día nevado”, un poema que explora con ejemplar sutileza la idea de Bacon (y de Thomas Browne) sobre la otra escritura (además de la Biblia) que el hombre debe descifrar: el igualmente enigmático Liber Naturae.

El blues de un día nevado

El traductor es un lector atento.
Usa gafas de cristal grueso
cuando contempla, más allá de la ventana,
los campos y arbustos cubiertos de nieve
que son como una hoja de papel
cubierta de apresurados garabatos,
en un lenguaje que él conoce lo suficiente,
aunque no conozca ninguna de sus palabras,
sólo lo que los ojos disciernen
y el espíritu intuye de ese idioma.
Tan silencioso ahora, ni siquiera
el leve susurro de una página
en este diccionario blanco y sin palabras,
para que el traductor pueda ponerse en marcha,
antes que las palabras que están afuera
se oscurezcan en las tinieblas que se aproximan.

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