Bruno Schulz, ‘Autorretrato’ (detalle)

Escribe Witold Gombrowicz: Bruno Schulz “era un masoquista, constante e irreductible […] Un gnomo, minúsculo, macrocéfalo; parecía demasiado temeroso para atreverse a existir; expulsado de la vida, pasaba por ella furtivamente, manteniéndose al margen […] No reconocía su derecho a existir y buscaba su propia destrucción.”

Pero ¿quién era este enano macrocéfalo, masoquista y minúsculo al que Gombrowicz dedica varias páginas en su Diario y murió de un tiro en la cabeza en el gueto polaco (bajo ocupación nazi-alemana, por supuesto) de Drohobycz: un tiro falso en una calle falsa administrada por hombres falsos?

Bruno Schulz (Drohobycz, 1892-1942), sin duda uno de los grandes escritores de esa Galitzia judía a la que también pertenecieron Joseph Roth, Soma Morgenstern y Andrzej Kuśniewicz, fue, de todos, el que mejor elaboró su propio autorretrato. No sólo porque además de narrador fuese pintor (ilustró muchas veces à la caricature sus propios textos en las revistas), sino porque antes de publicar sus dos únicos libros de prosas, Las tiendas de color canela y Sanatorio bajo la clepsidra (ambos junto a Inéditos en la edición de Siruela de Madurar hacia la infancia), editó su delirio gráfico “El libro idolátrico”, compuesto enteramente por dibujos y viñetas. Libro donde él mismo se representa junto a otros hombrecillos libidinosos arrastrado por el suelo en lo que una dominatrix, a veces llamada Undula y a veces Susana, castiga a estos “insectos fosforecentes” con su indiferencia y más de una vez con el látigo, ese que otro autor emblemático de aquella Galitzia, Leopold von Sacher-Masoch, puso a restañar muy bien en La venus de las pieles.

Schulz, quien según sus cartas además de ser tímido estaba obsesionado con un regreso a esa infancia donde sólo es posible la “bancarrota de lo real”, representaba, junto a Gombrowicz y Virgilio Piñera, ese polaco no-polaco del Caribe, una suerte de trío narrativo donde el ser humano a la vez que drama deviene caricatura, con personajes siempre en plena regresión o marcados por una compleja zoofilia (la zoofilia del que adora comer carne o transformarse en ella), y donde la metafísica, tan bien diseñada en aquellos años por otro loquito al otro lado de la frontera (ver entrevista con Mario Bunge sobre Heidegger en El País), funcionaba más bien como peluquín teatral, como complemento. Complemento que en el caso del dibbuk Schulz estará atravesada por largas parrafadas sobre la naturaleza, el cambio de estaciones, el otoño, los cometas, los maniquíes, el cielo; y, en el caso de Gombrowicz o Piñera, por el juego con lo negativo, lo contralírico.

¿No vendrá a ser acaso la figura del padre, ese que en Madurar hacia la infancia deviene a la vez zorro, mosca y bicho “a medio camino entre un cangrejo y un gran escorpión”, la entidad alrededor de la cual todo este mundito de transformaciones y caricaturas giran y, por encima de todo, nos ayuda a entender el vacío de esas pequeñas ciudades centroeuropeas; ciudades donde sin hacer mucho esfuerzo podemos suponer que asfixia y espanto representaban de manera perversa la Identidad?

El padre de Schulz, quien –hasta donde apuntan los biógrafos– fue propietario de una tienda textil en Drohobycz hasta que se fue aislando poco a poco y murió, es, si leyéramos de manera literal sus relatos, la figura principal por donde pasa y anudan muchas de las líneas de fuerza de Madurar hacia la infancia. El espacio-centro, por decirlo de alguna manera. Su retraimiento, sus desapariciones, sus conversiones, su mutismo sale por completo de lo autoritario, al contrario de Kafka –traspasado entre otras cosas por la mieditis ante la ley que representaba su progenitor–, y se funda más bien en una suerte de hueco, un vacío que sólo podrá ser rellenado con las experiencias narcisistas y rocambolescas de los personajes implicados en cada relato además de con el aburrimiento, ese que en una discusión pública con Gombrowicz, Schulz señalaba ya como lo más importante que poseía cualquier creador, su patria-mito.

Patria, provincia y región que junto a la muy artificial imagen de la mujer con látigo forman parte del imaginario del escritor de Las tiendas de color canela y traza, junto a la devastación de Drohobycz (después de la Segunda Guerra Mundial esta fue arrasada y convertida por los soviéticos en ciudad-dormitorio, incluyendo el cementerio judío donde la familia Schulz estaba enterrada), la mejor biografía que pudiéramos construir del judíopolaco. Siempre chiquitico e indeciso (“el hecho de tomar una decisión cualquiera me repugna”), siempre en trance de desaparecer y a la vez amable, traspasado por esa agonía que muchas veces las ruinas o los borderline poseen.

¿Pudiera integrarse la figura del maniquí, figura esencial en la cosmología Schulz, a esa autobiografía que al final parece ser toda su obra e incluso pudiéramos entender a su padre –en la vida y en los relatos siempre con el mismo nombre: Jakub– como una suerte de maniquí gigante manipulado por la historia, la religión, la torá, la economía, el destino?

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Todos los libros del minúsculo Schulz parecen ser en verdad una reflexión sobre la figura del maniquí, sobre la fortaleza y lo manipulable en este; aunque, como escribe Zagajewski, no hay que buscar claves ocultas en sus textos: los personajes de Schulz son marionetas porque el cielo, la provincia, las mujeres, los pájaros, las tiendas y hasta el silencio también lo son; como la vida. Y nada más cercano a la vida que dos o tres caricaturas manoteando trágicamente contra el vacío: enanas, tuertas, volátiles, con barbita.

Caricaturas tan perfectas como esa bala que el 19 de noviembre de 1942, cuando este se movía de un lado a otro de Drohobycz, le entró por la cabeza y pum:

lo mató.

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