Nacionalsocialismo

Alguna vez el crítico Gerardo Muñoz observó en su blog que debajo de la aparente liviandad del personaje de Ernesto Pérez Masón, el imaginario escritor fascista cubano de La literatura nazi en América (1996) de Roberto Bolaño, había una indagación más o menos informada de la historia de la literatura cubana del siglo XX. Tenía razón Muñoz, pero probablemente lo que hizo a Bolaño familiarizarse con la literatura de la isla no fue tanto una red de amigos –mucho menos de lectores–, como un discernimiento muy refinado de la historia de la literatura latinoamericana del siglo XX.

Frente a una identidad escindida por el exilio –chileno para los mexicanos, mexicano para los españoles, español para los catalanes…–, Bolaño se pensaba como un escritor latinoamericano y su interés por las literaturas de Argentina y Perú, México y Centroamérica o Venezuela y Colombia, así lo atestiguan. Es ese latinoamericanismo, de vuelta de los mitos identitarios de la generación del boom, el que le permitió descreer de la supuesta dislocación de Cuba en el campo socialista de Europa del Este. En una famosa entrevista con Lateral, en 1998, decía que los cubanos tenían la extravagancia de ser “prosoviéticos”, pero como en el fondo no dejaban de ser caribeños y latinoamericanos, se les perdonaba todo.

Bolaño hace nacer a Pérez Masón en Matanzas en 1908, por lo que se trataría de un escritor de la generación de José Lezama Lima, Gastón Baquero y Virgilio Piñera: era, dice, “integrante un tanto sui géneris de la revista Orígenes”. En la factura del personaje hay elementos de Piñera y Baquero: es un “enemigo” de Lezama, a quien reta a duelo tres veces y tres veces es “desairado” por el poeta, pero es un escritor anticomunista, como Baquero. Al igual que Piñera, Pérez Masón es gran admirador de Franz Kafka y escribió “hagiografías apresuradas” de los líderes de la Revolución. Pero como Baquero, se exilia, en Nueva York, no en Madrid, donde funda la GEAC, cuyas siglas podrían corresponder a Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios o a Grupo de Escritores Arios de Cuba o del Caribe.

Pérez Masón es anticomunista, pero también antinorteamericano, y en contra de quienes en el exilio de Miami le reprochan su entusiasmo por la Revolución a principios de los sesenta, escribe una novela pornográfica con los generales Eisenhower y Patton como protagonistas, que escandaliza a los líderes del anticastrismo. El único elemento que distinguiría claramente a Pérez Masón de los tres escritores mencionados es que, además de afrancesado –se ganaba la vida en Cuba como “profesor de literatura francesa en una escuela superior de La Habana”–, es un germanófilo. Su pasión por Hitler, expuesta en clave en la novela La sopa de los pobres (1950), era en buena medida resultado de su profunda desconfianza en los cubanos como nación civilizada.

Esto último hace del personaje ficticio de Pérez Masón una cápsula de la realidad. Había algo de Pérez Masón en el Cintio Vitier de las últimas páginas de Lo cubano en la poesía, o antes, en el Jorge Mañach de Historia y estilo, o en el Fernando Ortiz de La decadencia cubana. Y había, por supuesto, mucho de Pérez Masón en Alberto Lamar Schweyer y los nietzscheanos cubanos de principios de siglo y en Luis Rodríguez Embil y su Imperio mudo (1928), pura nostalgia por la decadencia del Imperio austrohúngaro, antes de la Primera Guerra, y, sobre todo, en Raúl Maestri, nacido en La Habana, en el mismo año de 1908, alumno del economista austriaco Joseph A. Schumpeter en la Universidad de Heidelberg, que en 1932 publicó en Madrid el ensayo El nacionalsocialismo alemán, con una imagen de Hitler en la portada.

El argumento de Maestri era complejo y, de hecho, partía de pensadores diversos y contradictorios como Marx, Jaspers y Mannheim. Su finalidad era cuestionar el peligro de una ideología como el nazismo, pero por el camino trasmitía una visión desoladora de la República de Weimar, suscribía varios mitos en torno al “genio” o la “tragicidad” de Alemania y escribía frases como “el nacionalsocialismo alemán entraña una fuerza hacedora de historia” o “la fuerza predominante en el genio alemán es de matiz metafísico, absoluto” o “el nacionalsocialismo es el esfuerzo hábil de armonizar lo eterno y lo antiguo y lo imprescindible y lo nuevo”, que dieron lugar a que no pocos equivocaran a Maestri con un autor fascista. Maestri, por cierto, también murió en el exilio, pero no en Nueva York en 1980 sino en Virginia en 1973.

Pérez Masón podría parecerse también a muchos escritores anticomunistas cubanos de los años cincuenta y sesenta, como el grafómano Salvador Díaz Versón, que fuera oficial del Servicio de Inteligencia Militar durante el último régimen de Fulgencio Batista y líder de organizaciones anticomunistas latinoamericanas y caribeñas en el arranque de la Guerra Fría. Como el personaje de Bolaño, Díaz Versón escribió novelas políticas y tratados de temas conspirativos como el nazismo y el comunismo en Cuba y América Latina. Una de sus obsesiones era que Occidente no se enfrentara al comunismo como se había enfrentado al fascismo y, por momentos, maldecía la ruptura del pacto de Múnich y consideraba el rol de contención que cumplía Hitler frente a Stalin.

Pero a diferencia de Pérez Masón, Díaz Versón se exilió a primera hora, no en 1975, y jamás habría sido incluido en el Diccionario de la literatura cubana (1980-1984). Podría pensarse que este último dato, el de la inclusión de Pérez Masón en aquel diccionario que rigurosamente vetaba a los exiliados, era otra boutade más. Pero no habría que olvidar que Enrique Labrador Ruiz se exilió a sus 75 años, más o menos en la misma época en que se exilió el personaje de Bolaño, y sí figura en el diccionario de marras. Labrador Ruiz, por cierto, autor de una novela cuyo título, El pan de los muertos, parece parodiarse en La sopa de los pobres de Pérez Masón. Es más que probable que durante la investigación para La literatura nazi en América, en bibliotecas de Barcelona y Gerona, en los noventa, Bolaño se topara con esos nombres cubanos.

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