Waldemar Cordeiro, ‘Visible Idea’, 1956

1989 fue un año crucial para la historia de Cuba. En pocos meses se acumularon múltiples eventos que condesaban cambios previos o que implicaban giros en el futuro inmediato. Ese año cayó el Muro de Berlín y se aceleró el proceso de transición de los socialismos reales de Europa del Este. Mijaíl Gorbachov viajó a La Habana, se produjo la causa No. 1 contra el general Arnaldo Ochoa, los hermanos De la Guardia y más de 40 oficiales, murió Nicolás Guillén y Fidel Castro formuló, por primera vez, la idea de un “período especial en tiempos de paz”. Ese año apareció en Ediciones del Norte la primera versión de La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmoderna,del escritor cubano Antonio Benítez Rojo.

El autor de aquel ensayo cardinal de los estudios culturales caribeños era un narrador habanero de los años sesenta y setenta que, residiendo en la isla, escribió cuentos fundamentales de la nueva narrativa cubana, reunidos en dos volúmenes: Tute de reyes (1967), Premio Casa de las Américas, y El escudo de hojas secas (1969), Premio “Luis Felipe Rodríguez” de la UNEAC. Benítez era uno de aquellos tantos jóvenes escritores de la isla, de quienes se esperaba la “novela de la Revolución”. Leonardo Acosta lo celebró en la propia revista Casa de las Américas y Reinaldo Arenas le dedicó una reseña enjundiosa en Unión, que vale la pena citar. Decía Arenas que Tute de reyes era un libro que, a diferencia de la mayoría de los premiados en Cuba, merecía el reconocimiento de Casa de las Américas porque:

Se trata de un libro complejo, de difícil comprensión para lectores apresurados, de sutilezas y pequeños e importantísimos detalles que enriquecen el desarrollo del argumento. Es además un libro variado donde sorprenden tanto los aciertos, como los defectos, y donde la verdadera unidad –la médula del libro– lo forman, más que las anécdotas que se cuentan, el contenido de las mismas, el propio estilo del autor, el mundo que él inventa o recrea; su imaginación.

Agregaba Arenas, siguiendo al crítico mexicano Emmanuel Carballo y, por supuesto, a Borges o a Cortázar o a Piñera, que, en contra de las insistentes demandas de realismo social de la burocracia ideológica, lo más “revolucionario” en la Cuba de los sesenta era escribir literatura “fantástica”. Cosa que Benítez Rojo había logrado por partida doble, es decir, escribiendo literatura fantástica sobre la propia Revolución. Ese “doble riesgo”, que hacía “más apreciables sus aciertos”, según Arenas, destinaba a Benítez a la gran novela. Como el propio autor de Celestino antes del alba (1967), Benítez, según Arenas, era un novelista, ya que sus “narraciones necesitan de cierto espacio para quedar completamente desarrolladas”.

viajesdelsaberrojas | Rialta
Rafael Rojas: ‘Viajes del saber. Ensayos sobre lectura y traducción en Cuba’, Almenara, Leiden, 2018.

La novela de Benítez Rojo, continuaba Arenas, era una versión extendida del cuento “Estatuas sepultadas”, no sólo “el mejor del libro sino uno de los cuentos imprescindibles de nuestra literatura”. El relato de Benítez, que dio forma al guion del filme Los sobrevivientes (1979) de Tomás Gutiérrez Alea, era una novela en ciernes, que creaba “todo un universo, con sus códigos morales, con sus diferentes planes de evasión, con sus mezquindades y aventuras deliciosas y con la intolerable presencia del misterio”. Una novela en potencia, concluye Arenas, que “por primera vez en nuestra literatura trata en forma verdaderamente literaria la enajenación de toda una familia antirrevolucionaria que se encierra en una especie de laberinto, en una prisión física y espiritual”. El mayor acierto de Benítez Rojo había sido captar el “marco vertiginoso de la Revolución” por medio de la tragedia de sus víctimas.

“Estatuas sepultadas”, como sabemos, se convirtió en película, pero no en novela. El siguiente ejercicio narrativo de Benítez, Los inquilinos (1976), de mayor aliento, fue, en todo caso, una noveleta negra, ambientada en La Habana prerrevolucionaria, sin la ironía y la fuerza del célebre cuento de Tute de reyes. Las dos novelas de Benítez, El mar de las lentejas (1979) y Mujer en traje de batalla (2001), fueron ficciones históricas que abandonaban explícitamente la búsqueda de una “novela de la Revolución”. La primera se remontaba al siglo XVI y la conquista y colonización de las Antillas, por medio del personaje real de Pedro de Ponte y Vergara, Regidor de Tenerife y negrero poderoso en tiempos de Felipe II, asociado con el pirata inglés John Hawkins. La precisión con que Benítez reconstruyó la vida del magnate canario es deslumbrante, como se deriva de la lectura de la documentada Biografía posterior, que Antonio Romeu de Armas escribió con material testamentario de la familia Ponte.

La segunda novela de Benítez Rojo, Mujer en traje de batalla, también fue un relato histórico, basado en la vida de Enriqueta Faber, la joven doctora suiza, que se disfrazó de hombre para ejercer la medicina en Baracoa, Cuba, a principios del siglo XIX. Con la identidad de Enrique Faber, la joven llegó a casarse y a hacer vida en pareja con la cubana Juana de León, hasta que su verdadero sexo fue revelado, desatando un sonado juicio en la Audiencia de Puerto Príncipe, que la condenó a cuatro años de reclusión en un hospital de mujeres de La Habana. Tras algunos intentos de fuga, Enriqueta Faber fue deportada a Nueva Orleans, con la prohibición expresa de no avecindarse en ningún reino de las Españas.

Antonio Benítez Rojo no escribió la “novela de la Revolución”, que se esperaba de él y de otros escritores de su generación –Edmundo Desnoes, Lisandro Otero, Jaime Sarusky…–, pero alcanzó a escribir uno de los ensayos fundamentales de la pos-Revolución: La isla que se repite. En las páginas que siguen propongo una visita al laboratorio de Benítez Rojo, a su campo referencial durante el proceso de escritura de aquel ensayo, que releyó la tradición intelectual cubana. Dos archivos fueron invocados y, a la vez, actualizados por Benítez en La isla que se repite: el del caribeñismo y el de la posmodernidad. La conjunción de ambos, en la prosa del escritor cubano, produjo un emplazamiento de las coordenadas ideológicas de la literatura cubana a fines del siglo XX. 

- Anuncio -Maestría Anfibia

El archivo caribeño

Benítez Rojo era un novelista, lector de historiadores, antropólogos y filósofos. Mujer en traje de batalla tenía cuatro exergos: los primeros, de tres grandes escritores cubanos, Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante, y el último de uno de los mayores historiadores de la isla, Leví Marrero. El historiador apuntaba en uno de los volúmenes de Cuba: economía y sociedad, a propósito de Enriqueta Faber, que el “prejuicio que cerraba a las mujeres toda oportunidad de ejercer profesiones y oficios que la tradición reservaba a los hombres dramatizó la vida de aquella dama audaz y emprendedora”. La isla que se repite, además de estar dedicada a Fernando Ortiz, “maestro a distancia, en el medio siglo del Contrapunteo”, mostraba una vasta cultura historiográfica, que se detenía, especialmente, en los narradores y pensadores de la historia del Caribe.

De Alexander von Humboldt a C. L. R. James, el saber histórico caribeño de dos siglos aparecía condensado en las páginas de aquel ensayo. Benítez Rojo era cuidadosamente atento a la obra de historiadores como Ramiro Guerra, José Luciano Franco y Manuel Moreno Fraginals, quienes habían descrito procesos de la historia de Cuba que insertaban la experiencia de la isla dentro del contexto caribeño. De Guerra citaba Azúcar y población en las Antillas (1927), como texto que cifraba los problemas del latifundio, el monocultivo y la dependencia de la agricultura cubana, sobre todo de la azucarera, recreados líricamente en el poema “La zafra”, de Agustín Acosta. Sin embargo, como ha observado el estudioso puertorriqueño Arcadio Díaz Quiñones, Guerra, al igual que su contemporáneo Antonio S. Pedreira en la isla vecina del Caribe hispano, pensaba la historia y la cultura cubanas como frontera criolla de las Antillas, determinada por un sentido de enemistad íntima con el Caribe negro. En Guerra y otros intelectuales de su generación, como Alberto Lamar Schweyer en La crisis del patriotismo. Una teoría de las inmigraciones (1929), predominaba una idea de la nacionalidad cubana basada en la hegemonía del criollo blanco, que rechazaba la importación de braceros antillanos o la inmigración peninsular porque “ennegrecían” o “españolizaban” la cultura nacional.

Esa idea del Caribe negro como enemigo íntimo o frontera cultural inmediata, no aparecía, desde luego, en otras fuentes de Benítez como José Luciano Franco o Manuel Moreno Fraginals. Del ensayo del primero, La presencia negra en el Nuevo Mundo (1968), tomaba algunas claves de la historia y el concepto de cimarronaje, aplicado al ganado salvaje, los indios y, finalmente, los negros esclavos rebeldes. De Moreno, y también de Leví Marrero, en un diálogo historiográfico que traspasaba ideologías, rescataba Benítez sus divergentes juicios sobre el libro de litografías, Los ingenios (1857), de Justo G. Cantero y Eduardo Laplante. Frente a las litografías de Laplante, el historiador liberal fijaba la vista en los esclavos y el marxista en las máquinas, pero ambos entendían las economías y sociedades de la plantación azucarera caribeña como un complejo agroindustrial y esclavista, inmerso en el mercado atlántico de los siglos XVIII y XIX. También se interesaba Benítez en el juicio de Moreno sobre el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), de Ortiz, texto reverenciado en La isla que se repite, e intentaba polemizar con el autor de El ingenio (1964). Vale la pena reproducir ambos comentarios, el de Moreno y el de Benítez, sobre el Contrapunteo, para entender con mayor claridad el diferendo. Decía Moreno de la obra magna de Ortiz:

Libro que arranca, como lo expresa el título, de los contrastes de ambos productos. La idea fue desarrollada inicialmente por el autor en un breve folleto titulado Contraste económico del azúcar y el tabaco, La Habana, Molina, 1936 (Separata de la Revista Bimestre Cubana, t. XXXVIII/ 1936). La obra contiene el ensayo de Fernando Ortiz, propiamente dicho, y numerosos e interesantes apéndices. Escrito con toda la gracia e ingenio del maestro Fernando Ortiz, planteando los contrastes entre el azúcar y el tabaco al modo que hiciera el Arcipreste de Hita en la pelea entre Don Carnal y Doña Cuaresma. Muchas de sus afirmaciones son brillantísimas y sugerentes: otras muchas no resisten el menor análisis crítico.

Y aquí la réplica de Benítez:

En la bibliografía comentada que Manuel Moreno Fraginals incluye en la segunda edición de El ingenio, dice del Contrapunteo: “muchas de sus afirmaciones son brillantísimas y sugerentes, otras no resisten el menor análisis crítico”. Claro, Moreno Fraginals nos habla desde su óptica de historiador moderno del azúcar, la cual implica una “verdad” científica y también una “verdad” ideológica. Aquellas afirmaciones de Ortiz que convengan a estas “verdades” serán “brillantísimas” y “sugerentes”; aquellas que no, no resistirán el “menor análisis crítico”. Es el juicio típico de un investigador científico social-moderno; el juicio de una voz especializada, ideologizada, autorizada y legitimada por su fidelidad a ciertos metarrelatos de la modernidad. Y digo esto sin ironía. Todos sabemos que El ingenio es uno de los textos más fascinantes que ha dado al mundo la literatura del azúcar. Pero, ciertamente, también lo es el Contrapunteo. Sobre todo si no se lee exclusivamente como un estudio económico-social acerca del tabaco y el azúcar, sino más bien como un texto que desea hablarnos de lo cubano y, por extensión, de lo caribeño.

Son múltiples las insinuaciones y los matices que valdría la pena glosar de este intercambio. La crítica de Moreno a Ortiz tenía un sentido preciso, que escapaba a Benítez, y era que, de acuerdo con la tesis central del tercer capítulo, del primer tomo de El ingenio, el azúcar, más propiamente que el tabaco, había sustentado materialmente la producción de una cultura nacional en el siglo XIX. Pero la objeción de Benítez a Moreno era válida, en el sentido de la plataforma posmoderna en la que se ubicaba el escritor, como una defensa de la apertura epistemológica y el giro lingüístico de fines del siglo XX, que llamaba a operar con criterios más flexibles de verdad y a enfrentar los prejuicios cientificistas contra la literatura. Esa defensa movilizaba la propuesta de Benítez de leer el Contrapunteo como texto literario e, incluso, de definir El ingenio como “uno de los textos más fascinantes que ha dado al mundo la literatura del azúcar”.

Vale la pena detenerse, sin embargo, en la última frase del pasaje citado. Según Benítez Rojo, el Contrapunteo –y, tal vez, con más razón, El ingenio– era “un texto que desea hablar de lo cubano y, por extensión, de lo caribeño”. He ahí la más clara discontinuidad que el archivo caribeñista de La isla que se repite establece con la tradición intelectual del nacionalismo cubano que, en diversos momentos de su evolución, entendió las Antillas, especialmente las no hispánicas, como un otro cercano. Moreno, por ejemplo, dedicaba las primeras páginas de El ingenio a la reconstrucción del proceso de las sugar islands antillanas, con toda la bibliografía, sobre todo la británica, que se abocó al estudio de aquella experiencia entre los siglos XVIII y XIX. Cuba, su economía, su sociedad y su cultura, eran parte indisociable de una historia regional, y no una excepción nacionalista dentro del Caribe.

Lo que intentaba trasmitir Benítez con su valoración del Contrapunteo de Ortiz era que cualquier estudio serio de “lo cubano” era, “por extensión”, un estudio de “lo caribeño”, ya que la historia de Cuba poseía, por decirlo así, una estructura antillana. Sin embargo, habría que reconocer, como señalaron algunos críticos, que el mapa caribeño de La isla que se repite estaba claramente inclinado a favor de Cuba, con sus generosos estudios sobre Agustín Acosta, Nicolás Guillén y Alejo Carpentier, este último exhaustivamente analizado por Roberto González Echevarría. Al puertorriqueño Luis Palés Matos sólo se le mencionaba una vez, a pesar del diálogo con Edgardo Rodríguez Juliá y Luis Rafael Sánchez que muestra el libro, y la República Dominicana moderna prácticamente no existía en La isla que se repite. Aimé Césaire y Eric Williams, Franklin Knight y Wilson Harris eran referentes visibles, pero sus islas no tanto. El archivo antillano de Benítez era, primordialmente, el del caribeñismo cubano.

En escritores cubanos negristas o africanistas como Alejo Carpentier o Nicolás Guillén, y en Fernando Ortiz y la escuela de cubana de antropología, Benítez encontraba la más clara afirmación de esa “caribeñidad por extensión” en la historia intelectual de la isla. Sin embargo, en algunos de aquellos autores dicha caribeñidad era entendida en términos estrictamente cubanos, con pocas zonas de contacto con las otras islas antillanas. Ortiz, en el Contrapunteo, también se detenía en el lapso histórico de construcción de las sugar islands de las Antillas, luego del traslado de la caña de las Canarias, pero rápidamente ponía énfasis en el origen “mulato”, es decir, específicamente “afrocubano” del azúcar. Y en El huracán. Su mitología y sus símbolos (1947), a partir de Las Casas y otros cronistas de Indias, regresaba a otra historia común del mundo antillano, la de las tempestades.

Discípulos o críticos de Ortiz como Lydia Cabrera o Rómulo Lachatañeré insistieron en la identidad “afrocubana” de la santería, aunque el segundo, en su Manual de santería (1942), hablaba de redes de santeros, brujeros y yerberos que rendían culto a la Caridad del Cobre y la Virgen de las Mercedes, a Ochún y Yemayá, por todas las islas del Caribe y hasta en la ciudad de Nueva York, a mediados del siglo XX. Sin embargo, en el clásico El monte (1954), de Cabrera, todavía se reiteraba el mito de Cuba como la “más blanca de las islas del Caribe” y se delineaba, como objeto de estudio, al “negro cubano”. Habría que discernir con mayor cuidado cuánto de lo caribeño o lo antillano era incluido o diferenciado en ese sujeto “negro” de la escuela cubana de antropología.

El archivo posmoderno

La impugnación del discurso del nacionalismo estrecho, en La isla que se repite, avanzaba por dos vías paralelas: la de la arqueología del archivo caribeñista y la de la apropiación del archivo posmoderno. Desde ambos horizontes se confrontaba una idea inmanente y autotélica de la cultura cubana que, tras la caída del Muro de Berlín, adquiría mayor fuerza en la esfera pública de la isla. La propia reintegración analítica de Cuba a la comunidad cultural del Caribe, que intentaba Benítez, tenía a su favor la difusión de las ideas posestructuralistas y posmodernas, desde fines de los años setenta, sobre todo, en Francia, Alemania, Gran Bretaña y el medio académico de Estados Unidos al que él pertenecía, como profesor de Amherst College, en Massachusetts. La “perspectiva posmoderna”, como la llamaba, ofrecía un campo visual irremplazable para la operación hermenéutica que imaginaba el escritor cubano.

Campo visual que, desde el título, enlaza La isla que se repite con la novela El mar de las lentejas. Como es sabido, en esta última ficción, Benítez Rojo visualizaba los rostros de Pedro de Ponte y John Hawkins sobre los viejos mapas del cosmógrafo Guillaume le Testu, donde se le llamaba al Mar de las Antillas “La Mer de Lentille”, es decir, el Mar de las Lentejas, porque, además del sonido similar entre “antilla” y “lentilla”, La Española, Puerto Rico, Cuba y demás islas caribeñas parecían “lentejas de oro, de plata, de perlas, de corambres, de sabores y colores preciosos”. Uno de los personajes de la novela, Cristóbal de Ponte, reaparecía en las primeras páginas de La isla que se repite como miembro de la generación de conquistadores y negreros que exportaron al Caribe la máquina de la plantación. El pensamiento posmoderno facilitaba a Benítez la comprensión del Caribe como una zona de islas y penínsulas, costas y litorales, donde se transgredían las fronteras entre naciones e imperios.

Esa transgresión, para la filosofía posmoderna, formaba parte, desde luego, de la acelerada mundialización del capitalismo –todavía no se hablaba de globalización–, pero también del cuestionamiento de la parcelación del saber, producida por las ciencias sociales modernas. Michel Foucault había adelantado esa crítica en Las palabras y las cosas (1966) y La arqueología del saber (1969), pero para los años ochenta la idea de la diseminación y el intercambio entre los discursos humanísticos generaba consenso en el campo intelectual de Occidente. La morfología de los discursos históricos que propuso Hayden White en Metahistory. The Historical Imagination in Nineteeth Century Europe (1975), y que Benítez Rojo no sólo citaba en La isla que se repite, sino que aprovechaba en su caracterización de Moreno Fraginals como “historiador científico moderno”, vino a trasladar al campo de la historiografía las tesis más renovadoras del posestructuralismo francés.

El profesor de Amherst College leyó en francés algunos de los textos básicos del posmodernismo de los años setenta y ochenta como El imperio de los signos (1970), de Roland Barthes, El Anti-Edipo (1972), de Gilles Deleuze y Félix Guattari, Vigilar y castigar (1975), de Michel Foucault y, sobre todo, La condición posmoderna (1979), de Jean-Francois Lyotard, tal vez, la fuente teórica fundamental de su ensayo. Desde las primeras páginas de La isla que se repite, la mayor deuda de Benítez era con Lyotard: la propia formulación de una “perspectiva posmoderna”, la tesis de los metarrelatos legitimadores de la razón, el progreso y la emancipación, la distinción entre saber “narrativo” y saber “científico”, los “juegos del lenguaje”, el concepto de “inestabilidad” y, aunque de manera implícita, el principio de la “legitimación por la paralogía” eran de Lyotard. Una de las citas más largas de La isla que se repite es, de hecho, un pasaje de Lyotard sobre el “saber narrativo” que Benítez utiliza para enfatizar la naturaleza posmoderna del Contrapunteo de Ortiz.

Dado que en buena parte de la izquierda latinoamericana de los setenta y, emblemáticamente, en Casa de las Américas, entonces bajo la poderosa influencia del ensayo de Frederic Jameson El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado (1991), la tesis de Lyotard era ubicada en la derecha o en el naciente neoliberalismo, al que equivocadamente se asociaba toda la filosofía posmoderna, el gesto de Benítez fue mal recibido en Cuba. En aquel ensayo de Jameson, que se tradujo en la revista Casa de las Américas, no sólo se entendía la filosofía posmoderna como parte de la “pauta cultural dominante”, sino del “triunfo del populismo estético”, lo cual entra en contradicción con el rescate populista que ha intentado la izquierda latinoamericana en las dos últimas décadas. Tanto las críticas de Jameson, como las de Edward Said a parte del posestructuralismo francés, en Cultura e imperialismo (1993), contribuyeron a difundir el estereotipo de una “derechización del pensamiento”, a partir de la obra de Lyotard, Foucault, Deleuze y Guattari, sobre todo, que todavía puede leerse en el reciente ensayo de Jorge Fornet, El 71. Anatomía de una crisis (2013).

La isla que se repite es una refutación viva de ese tópico de la derechización del pensamiento occidental, o específicamente latinoamericano, tras la apertura epistemológica que representó el posestructuralismo francés. Benítez Rojo leyó El Anti-Edipo, de Deleuze y Guattari, en busca de una conceptualización y una metaforización de la “máquina”, que le permitiera reconstruir el proceso secular de montaje de una estructura de dominación colonial y esclavista, basada en la economía de plantación azucarera. El escritor cubano distinguía dos momentos en la transferencia de aquella tecnología de dominación, una ligada a la máquina marinera, colonizadora y evangelizadora de Cristóbal Colón y los primeros conquistadores, a la que llama “máquina, máquina, máquina” y que, siguiendo a Guattari y Deleuze, pasa intermitentemente del “flujo” a la “interrupción”, y otra, la máquina plantadora propiamente dicha, que fluye y se interrumpe a la vez, como si se tratara de una “máquina tecnológico-poética” o una “metamáquina de diferencias”, que involucra las dinámicas de la cultura popular de la región.

La obra de madurez de Benítez Rojo, en el exilio, como se lee en sus dos novelas, así como en su gran ensayo, continuó siendo anticolonial y antirracista. Sus comentarios sobre la obra de Fernando Ortiz, Lydia Cabrera, Agustín Acosta, Nicolás Guillén y Alejo Carpentier estaban informados por una arqueología de la representación de la diferencia cultural y racial en Cuba y el Caribe, durante el siglo XX. La “diferencia”, un concepto central en la filosofía posmoderna y específicamente en Lyotard, Jacques Derrida y Gianni Vattimo, era asumida por Benítez Rojo como un dispositivo resistente y antihegemónico, dirigido a rescatar las historias subalternas de los esclavos y los negros caribeños que hablaban por la voz de los grandes poetas de las islas. De hecho, el libro de Foucault que más tomaba en cuenta Benítez era, fuera del conocido pasaje de Las palabras y las cosas sobre “El idioma de John Wilkins” de Jorge Luis Borges, que le servía para destacar las “heterotopías de la otredad” en el Caribe, Vigilar y castigar, donde leía los sistemas penitenciarios y de reclusión, aplicados a la población negra cubana, tomando como pretexto la poesía de Nicolás Guillén.

¿Qué tenían que ver estas descripciones de las “máquinas de poder” en el Caribe con la derecha? Tal vez lo que sucedía en los ochenta era que una zona del pensamiento de izquierda se resistía a la pluralización de los sujetos que proponía el pensamiento posmoderno y prefería seguir aferrada a versiones ya no tan críticas o irremediablemente anquilosadas del marxismo-leninismo. Benítez, de la mano de Deleuze y Guattari, y también de Ortiz y Moreno Fraginals, comprendía el sistema de plantación azucarera y esclavista dentro del fenómeno más abarcador del capitalismo moderno. Tampoco La isla que se repite suscribía el mito del “fin de la historia” de Francis Fukuyama y el neoconservadurismo norteamericano, que en modo alguno convergían en la perspectiva posmoderna aplicada por Benítez Rojo, mucho más cerca, por ejemplo de Jean Baudrillard que de Daniel Bell.

Es cierto, como hizo notar Arcadio Díaz Quiñones en un texto ya citado, que en aquel libro se escenificaba una visión posbélica del Caribe. Posbélica, en un sentido de larga duración, que ubicaba al mundo antillano en un después de la gran Guerra Fría y de las pequeñas guerras civiles y anticoloniales que la acompañaron. La visión de lo caribeño como un espacio cultural que gravitaba hacia el “caos, el carnaval y la polirritmia”, que Benítez desarrolló convergiendo con algunos análisis que mezclaban el posmodernismo y las teorías matemáticas del caos, como Turbulent Mirror (1989), de John Brigs y F. David Peat, y, sobre todo, Caos Bound (1990), el estudio de Katherine Hayles sobre el “desorden” en la literatura contemporánea, a partir de las teorías de Barthes, Foucault, Derrida y Lyotard, alentó la falsa interpretación de que La isla que se repite proponía una imagen despolitizada de la región. Antes que Serge Gruzinski, Benítez tuvo el acierto de entrelazar, en un ejercicio de “pensamiento mestizo”, las teorías del caos, la filosofía posmoderna y los estudios de Mijaíl Bajtin –y también de Julio Caro Baroja– sobre el carnaval en su interpretación del neobarroco caribeño.

La escena de la “Introducción”, donde Benítez Rojo recuerda a dos negras caminando “de cierta manera” por alguna de la calle de La Habana en los días de la Crisis de los misiles, en octubre de 1962, y que lo convencieron “de golpe de que no ocurriría el apocalipsis”, se sumó a ese malentendido. Bastaba leer unas páginas más adelante de la “Introducción” para convencerse de que esa “cierta manera” de caminar tenía que ver con el saber profundo de la cultura popular caribeña: un saber de resistencia, a la vez, contra la racionalidad tecnológica y la ideología consumista del capitalismo moderno, que, por medio de la fusión y el mestizaje, la hibridez o el sincretismo, se enfrentaba a los “desplazamientos” de las “formas territorializadoras externas”. Tampoco estaba Benítez Rojo muy lejos del Said de Cultura e imperialismo (1993), texto que apareció cuatro años después, pero que algunos críticos obtusos todavía le reprochan no haber tomado en cuenta.

Esa otra anticolonialidad se volvió mucho más transparente en la reedición ampliada de La isla que se repite (1998), en Barcelona, por la editorial Casiopea. Allí Benítez se abrió más plenamente al diálogo con escritores del Caribe continental, como se observa en los inteligentes comentarios sobre la Cándida Eréndira de García Márquez, y de las Antillas no hispanas, como Édouard Glissant, Derek Walcott y V. S. Naipaul, que en los mismos años estaban trabajando con nociones muy parecidas a las del cubano. Recordemos, tan sólo, que El discurso antillano de Glissant apareció en 1981, y la primera edición en inglés de La voz del crepúsculo, de Walcott, se publicó en 1998, justo cuando Benítez ampliaba la versión original de su libro. Entre ambos ensayos, esenciales para rastrear las poéticas y las políticas intelectuales del Caribe, se instala el libro del cubano Benítez Rojo, como una contribución ineludible al pensamiento caribeño contemporáneo.

En aquella edición definitiva de su libro, Benítez eliminó el subtítulo de “El Caribe y la perspectiva posmoderna”, pero se mantuvo fiel a Lyotard en su relectura del Contrapunteo desde el paradigma del “saber narrativo” y ensanchó aún más el campo de aplicación de la teoría del caos al carnaval y la polirritmia caribeña. Sin embargo, Benítez Rojo tuvo la suficiente humildad y la generosa cortesía de concluir la nueva entrega de su libro con una afirmación de la estética sonora del Caribe como un conjunto de “proyectos nacionales”. Y a pesar de no renunciar al paradigma del saber posmoderno, que había sustentado su investigación y su libro, Antonio Benítez Rojo supo despedirse de sus lectores con la recomendación de que esa comunidad de “pueblos del mar”, que era el Caribe, fuera estudiada a partir de un nuevo paradigma, “supersincrético” o “supermestizo”, que entrelazara todos los momentos y todas las dimensiones de la cultura antillana.

* Este ensayo es un capítulo, sin sus notas al pie, del libro Viajes del saber. Ensayos sobre lectura y traducción en Cuba (Almenara Press, Leiden, 2018). El libro lo propuso la editorial Capiro de Santa Clara al Instituto Cubano del Libro, en 2017, y fue rechazado sin explicaciones.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

2 comentarios

  1. Pero si la primera edición de «La isla que se repite» es de 1989, ¿cómo es que «Turbulent Mirror» (1989), de John Brigs y F. David Peat, y «Caos Bound» (1990), de Katherine Hayles, pudieron ser fuentes de Benítez rojo? Otra cosa: «lentilla» no existe en español, a no ser que se refiera a «lente». La confusión es entre «L’Antille» (La Antilla) y «lentille» (lenteja), las cuales se pronuncian fonéticamente de la misma manera en francés.

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí