Imagen de cubierta ‘Cuerpos del rey’, de Pierre Michon (Anagrama, 2006)

En una de sus entrevistas más interesantes, Don Delillo ha señalado la extraña fascinación que parecen ejercer ciertas fotos de escritores célebres: “A menudo contemplo una fotografía de Borges, una imagen extraordinaria que me regaló el novelista irlandés Colm Tóibín. El rostro de Borges contra un fondo oscuro, Borges con su ceguera y su coraje, su boca asombrosamente vívida, que parece dibujada; es como un chamán experimentando sus visiones y toda su cara tiene una suerte de éxtasis acerado […] esa fotografía nos muestra un escritor que no perdía tiempo ni se andaba con tonterías. Yo he intentado convertirlo en mi guía para salir del letargo y la inmovilidad, para acceder a ese ensueño de magia, arte e imaginación profética que puede ser la escritura.” Que alguien tan inteligente como Don Delillo pueda hablar con semejante elocuencia sobre la imagen de un escritor que apenas ha leído no es una sorpresa para nadie; mucho más extraño resulta, sin embargo, que sus palabras sean, acaso, una involuntaria y brillante prefiguración de Cuerpos del rey, de Pierre Michon, otro autor que el novelista norteamericano ignora con probidad.[1]

Se trata de un libro que lleva al límite la antigua práctica de la écfrasis[2] y se atreve a buscar, en las fotografías de los escritores, la clave secreta de sus obras. Por absurdo que esto pueda parecer al principio (e incluso al final: no creo que Michon haya logrado convencer a nadie), en este caso importa menos la verosimilitud de la idea que su originalidad y la vehemente retórica que Michon pone a su servicio: su estilo despliega una apasionada intensidad y, al menos durante el corto tiempo que ocupa la lectura,[3] la fascinación consigue superar a la incredulidad.

En lo esencial, el texto se ocupa de tres imágenes: una foto del Beckett maduro, tomada ocho años después del triunfo en los escenarios parisinos de Esperando a Godot; otra muy poco conocida de la máscara funeraria de Flaubert; y, finalmente, una fotografía absolutamente icónica del joven Faulkner, poco después de publicar Santuario (1931).

En la imagen del escritor irlandés, Michon atisba la arruinada grandeza de un rey en el exilio, los rasgos perentorios de una genealogía de la autoabominación: el rostro de Beckett (que es Job, que es Lear), devastado por el tiempo, la angustia y el mero asco de ser (las arrugas profundas como estigmas, “la mirada enigmática, lejana, inhumana”),[4] contempla la cámara con hastío, indiferencia y silencioso sarcasmo, con una impasibilidad “que no es de este mundo”, como si poseyera algún conocimiento que el resto de la humanidad ni siquiera puede comenzar a intuir.

Tras semejante ordalía, es casi un alivio para Michon escrutar la mascarilla mortuoria de Flaubert, que al principio parece uno más de esos insípidos, pequeños monumentos de escayola forjados para satisfacer la vanidad de la así llamada burguesía francesa decimonónica. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas: la máquina hermenéutica de Michon se pone en marcha y comienza a leer en el abotargado rostro no sólo los signos de la sífilis que terminó destruyendo al mayor novelista francés del siglo XIX, sino también la determinación inflexible, la terquedad y el ascetismo que convirtieron a Flaubert en un obseso de la forma, en el primer fundamentalista estético de la literatura occidental: en rigor de verdad, este es el origen de aquella espléndida entelequia que Roberto Calasso ha llamado “literatura absoluta” y su portentosa progenie incluye a Mallarmé, Proust, Joyce, Gottfried Benn, Bazlen, Fleur Jaeggy, Thomas Bernhard… la lista podría continuar pero lo esencial está claro: no se trata solamente del rostro de un rollizo rentista de provincias con inclinaciones literarias sino de un símbolo pertinaz e inagotable, una fisonomía erosionada por enfermedades devastadoras (epilepsia, sífilis) y por esa otra dolencia incurable que es la pasión excesiva por el estilo.

Como es natural, todo esto es más o menos delirante (imposible deducir nada parecido de una simple imagen), pero se trata de un hermoso delirio, una interpretación paranoica y sublime que señala el verdadero objetivo de Michon: la creación de biografías imaginarias de los escritores que admira.

Finalmente, el narrador francés pasa a ocuparse de la extraordinaria fotografía de Faulkner. Se trata de “su primer retrato mitológico”, una instantánea fascinante, una suerte de Retrato del artista como joven dandy (pero aquí el esteta es también un áspero campesino), que rebosa de signos y desata la inventiva de Michon, que adivina en la despreocupada mirada de Faulkner una epifanía súbita y decisiva. Y aquí, abandonando cualquier pretensión de describir una foto, Michon articula una interesante meditación sobre la obra del narrador sureño, una ficción ensayística que intenta acceder al significado profundo de sus textos. Por supuesto, esto es de antemano imposible, pero la retórica del francés cristaliza en algunas expresiones inolvidables (como cuando escribe que Faulkner “ha inventado una prosa en forma de bulldozer en la que Dios se repite sin tregua”) y su extraño libro consigue convertirse en un espléndido fracaso.


Notas:

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[1] Es conocida la predilección de Delillo por los escritores rusos y alemanes, así como su relativa francofobia.

[2] Es decir, la descripción literaria de una obra de arte, generalmente un cuadro o una escultura.

[3] Como de costumbre, Michon apuesta aquí por las formas breves que se han convertido en su signatura característica.

[4] Según Cioran, en uno de los ensayos sobre Beckett reunidos en Ejercicios de admiración.

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