Arassay Hilario, ‘En la fosa se esconde mi alma’

Hay artistas mentirosos y artistas sinceros (podríamos decir falsos y verdaderos, pero estas denominaciones me dan comezón). Explico.

Para Tolstoi y, obvio, también para mí, una de las características de lo que él llama “arte verdadero” es la capacidad que tiene la obra de causar en el receptor la misma impresión (emoción) que el creador ha sentido al crearla. Es decir, cuando el artista se cree de veras lo que hace, cuando es consecuente consigo mismo, con sus convicciones, y se entrega en todo su ser a la obra, entonces esta se vuelve verosímil, satisfactoria, convincente, auténtica; en una palabra: sincera. Así logra la pieza una potencia y una robustez metafórica capaz de envolver al receptor en una experiencia estética palpitante y dialógica.

Arassay Hilario pertenece a esta casta. El resto son los mentirosos.

Otro aspecto que distingue –y esto es ya teoría pseudocientífica mía– a un creador auténtico (aun cuando no se dedique al arte ni a la literatura) es el pensamiento en clave poética, esto es, a nivel de lenguaje hablado y escrito, la capacidad de asociación metafórica y de construcción de símiles. Son individuos con los que platicar, y más todavía chatear, resulta estimulante porque siempre dicen cosas inesperadas. Arassay es de esos. Y en su caso se extiende hasta los títulos de sus obras y los textos con que las adereza en ocasiones cuando las comparte en Instagram. Es un anclaje extra, un bonus semántico que seduce y se acopla perfecto.

La obra de Arassay no demanda, en primera instancia, una exégesis dolorosa. Su espontaneidad apunta más al paladar. Sin embargo, con frecuencia hay un guiño; la intertextualidad se muestra y se esconde como una liebre hiperquinética. Hay pureza de espíritu, pero no de referentes, y en su caso, la cita suele ser pastiche, no parodia. Un personaje, una textura, una viñeta, una mancha amorfa en una esquina, son elementos de bajo perfil que, muy sutilmente, dan inicio a la cadena infinita de la semiosis.

Las imágenes pueden ser reinterpretaciones de alguna fotografía que le guste, de algún fotograma de película, o simplemente invención propia (un poco a la Andy Warhol, pero más a la Elizabeth Peyton). Y es en ellas rastreable desde la crudeza del expresionismo alemán hasta el humor negro de Tarantino; desde la solemnidad de Tarkovski hasta la candidez de Miyazaki; desde el simbolismo de Redon hasta la explosividad de Ashley Wood; desde la pillería de Super Mario hasta el glamour de Balenciaga…

Creo distinguir en su obra, tan heterogénea, dos tendencias cardinales. Hay una ruta pop, de colores planos, brillantes, de muñequitos, alegre, ñoña… frente a otra expresionista, de dibujo y degradado, de retrato humano, estilizada, ácida. Las primeras, de aspecto más digital, frente a las segundas, de aspecto más manual. Si bien en aquellas el color tiende a brillar y en estas a ensuciarse, en ambos casos juega un rol decisivo, como dador de profundidades, como árbitro de atmósferas. Hay un fauvismo; una fiereza, de hecho. Y ocurre que aun cuando son colores fríos, te salen al paso y te interpelan, se te enfrentan, en vez de –como es usual en ellos– alejarse.

Arassay se me antoja una artista adolescente. No en el sentido de inmadurez, sino en el sentido de frescura.[1] Su obra puede parecer dispersa, caótica, mezclada, pero es la naturalidad con que procede, la pureza de su ímpetu, lo que le da esa inocencia casi infantil a sus creaciones. Ella dibuja a diario, compulsivamente, con frecuencia sin racionalizar lo que hace. El porciento de accidente es alto, el automatismo y la improvisación descuellan y el trance es apoyado por el fondo sonoro, que es clave, contribuye a la hipnosis; al decir de ella misma “la música es tan importante como el café, el lápiz y el papel”, “de preferencia música clásica y trip hop”. Ese apego al oficio, esa metodología disciplinada, la conduce a una experiencia, que no necesariamente pretende la perfección, pero sí la maestría. Porque dibujar sin esbozar (como es su caso), apenas despegando el lápiz de la superficie, casi sin borrar, dejando que la línea viva autónoma, habla de un impulso visceral casi neurótico. El hacer corresponde a una necesidad, pero también a un placer. La inmediatez deviene oscilación. La creación como búsqueda permanente. El no estar en control de nada y a la vez que sea una probabilidad controlada.

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Y ojo, aquí pureza no es sinónimo de ingenuidad, en cada imagen suya se huele la intuición de felino. Sólo que el no compromiso (salvo, acaso, consigo misma) implica una libertad que a veces cuesta reconocer, pero ahí también habita lo que llamo sinceridad. En cualquier caso, sucede siempre que donde ella declara un boceto, un estudio, un “dibujo tonto”, otros tienen una revelación. Así de intenso es el pinchazo en los ojos.

Como diría Lezama: “su obra tiene la unidad y la apretada sustancia de lo hecho de un súbito en el tiempo”. Y más allá del aparente caos, hay un sentido de la sobriedad que le da a cada imagen una elegancia regia. Hay también un ego, naturalmente, una necesidad de ser vista. Pero no es pretenciosa y eso la exime de ser culpable. A Arassay no le importa nada, ella pinta y punto. Su arte, nacido de una intuición exclusiva, no carga con la falsa alegría de un superyó colectivo.

Sin embargo, a pesar del lirismo y la delicadeza de sus composiciones, aun en las más inocuas, se siente una agresividad, una cierta violencia como de ultratumba. Son como ilustraciones infantiles para adultos en las que subyace algo oscuro. Lo grotesco hermoso. La crudeza a veces es color, a veces línea y otras veces situación. Es que sus piezas también son ejercicios de exorcismo, demonios suaves exteriorizados en el delirio. Y las figuras son casi una extensión de la artista; ellas, al igual que Arassay, van en trance.

Los personajes están como flotando, se bastan por sí solos, no necesitan contexto. Levitan en una visión onírica y a veces hasta se metamorfosean en criaturas de otro mundo. Se visten de atemporalidad, que es a la vez contemporaneidad, y permanecen. Fluye la anécdota a pesar del hieratismo, ellos se mueven aunque no lo parezca. Son figuras que caminan hacia adelante y se precipitan con actitud severa, circunspectas.

Prevalece el retrato, y eso genera una calidez entrañable, una intimidad de diálogo a puertas cerradas. Y no indefectiblemente retrato humano, sino también de animales, criaturas de índole diversa. Apenas se reproducen elementos inanimados.

En eso que Arassay llama “diseño de personajes” yo lo que veo es una obsesión inclinada hacia una especie de arquetipo emocional, un feeling que es coctel de sentimientos y se adapta al recipiente, según varíe la forma. El aspecto cambia (a veces ni tanto), pero el espíritu es el mismo.

La recurrencia de los rostros asiáticos es un fetiche meramente visual, más allá de toda la influencia japonesa que pueda tener su obra. En cambio, los animales acostumbran a tener una carga simbólica más jorobada. Es curioso, porque la mayor parte del tiempo, suelen ser perros, gatos, osos, conejos, entelequias simpáticas, amigas. Pero hay un grupo de dibujos, de la época en que Arassay aún vivía en Cuba,[2] muy peculiares, porque representan escenas, con toda una narrativa específica, en las que el sapo se erige como presencia masculina agresiva. Es poco común hallar “escenas” en la obra de Arassay, y poco común también las imágenes donde el sexo como tema se haga tan explícito e incómodo. Son estos dibujos muy refinados pero muy inquietantes.

La fragilidad, la vulnerabilidad, son apariciones habituales. La representación de la niñez, los cuerpos delicados (aunque a menudo se vean también cuerpos voluminosos, pesados), los rostros que apenas sonríen, emanan un aroma a melancolía, a abandono, como cercados por la lejanía. Son figuras solitarias, muy pocas veces acompañadas, y cuando lo están, la compañía con frecuencia es un animal. El hombre y la bestia, el hombre y sí mismo, homo homini lupus.

Cada imagen bien puede ser un plano de una película, y cada una a su vez cuenta una historia diferente. Es fascinante.

Esa exploración esencial en Arassay se hace tangible en la aplastante variedad de las apariencias. En su obra no hay pausas, acaso sólo en cuanto a visualidades. Su universo bulle en evaporaciones sistemáticas, contrastantes. El aire de grafiti, muy de trenes, muy de muros, muy de mi habitación teenager, pero a la vez muy de white cube, muy de museo, muy de pared aséptica. El aura ora está, ora se ausenta, como quien se pone y se quita una chaqueta. Nótese que Arassay, si bien no pasó por la academia, sí se ha detenido a estudiar a profundidad, y bebe tanto de la tradición como de lo contemporáneo. Ella es bien consciente de las influencias que la flechan. Y además de la ilustración y la animación, que es donde más se ha desempeñado, también ha hecho diseño de vestuario, de fondos, y de puesta en escena. La suya es una versatilidad muy cosmopolita, que se extiende hasta ese soplo fashion donde los personajes, a menudo, parecen modelos, por las poses, los gestos, los ropajes,[3] y algunas imágenes parecen material publicitario (la artista también ha colaborado con Benetton, dicho sea de paso). El camaleonismo metropolitano se deja ver, incluso, en esa mezcla de dibujo tradicional con dibujo digital, imbricados en complicidad, y en la recurrencia de la hoja A3, formato como de póster (ya le he dicho que debería probar con dimensiones más grandes: cuando lo haga será un escándalo).

Las composiciones de Arassay son raras, son diferentes, y eso refresca. Hay una sabiduría que se desprende de su obra como el humo de un incienso. Y es subversiva porque retuerce lo que toca. La sustancia es evidente, y su búsqueda, por momentos, deviene crujido y eco. Esta chica crea al ritmo de una “melodía presagiosa”.[4] El vaticinio es luminoso y hoy (anoten la fecha) afirmo, y apuesto con todas las letras, que el futuro será explosivo.


Notas:

[1] Y además por caer en esa categoría de “artista emergente”.

[2] Arassay hace tres años reside en Canadá. Tengo la impresión de que, en su caso, la emigración ha implicado en su obra un grado mayor de libertad, además de la madurez por ampliación de la perspectiva.

[3] En ocasiones sus personajes son modelos, de hecho, ya comentamos antes que Arassay Hilario bien puede inspirarse en una fotografía de revista de modas y cosas por el estilo.

[4] El sintagma es de Lezama.

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3 comentarios

  1. Es interesante ver como incluso sus obras más «infantiles» siempre proyectan un efecto cortante, filoso…como si fueran una constante señal de peligro.

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